Archivo de la etiqueta: Dr. Jorge Núñez Sánchez

Una provincia fluvial (1)

Por: Dr. Jorge Núñez Sánchez
Historiador y Escritor

La generosa disposición de los amigos del Centro de Estudios Históricos de Los Ríos nos ha permitido a varios historiadores ecuatorianos efectuar un viaje por el río Babahoyo, desde la capital riosense hasta la pequeña y bella población de Pimocha, ubicada aguas abajo, yendo en dirección a Samborondón.

Cuando niño viajé varias veces por esa vía fluvial, en tránsito desde Babahoyo a Guayaquil y viceversa. Por entonces, esa era la única ruta posible para llegar desde la Sierra central y norte hacia el entonces lejano puerto occidental.

Los viajes los efectuábamos en unos pequeños barcos adecuados al tránsito de aquellas aguas. En su cubierta iban los viajeros, acomodados en una larga fila de hamacas, y los más pudientes en uno de los camarotes del segundo piso.

A su vez, en la amplia bodega inferior iban los productos serranos destinados a Guayaquil (menestras, harinas, hortalizas, monturas y aparejos, calzado, ropa, manteca de cerdo, pan y hielo del Chimborazo) o venían los bienes costeños que iban para la Sierra: azúcar, arroz, mercancías importadas, medicinas de laboratorios guayaquileños, etc.

Pero aquellos viajes en barquito se iniciaban y realizaban por la noche, cuando subía la marea, pues el río Babahoyo es, técnicamente hablando, una ría, es decir, un curso de agua marcado por los flujos y reflujos del mar. Y es eso precisamente lo que le otorga su particular fisonomía y su notable riqueza ictiológica, constituida por la abundante presencia de bagres, barbudos, bocachicos, campeches, ciegos, corvinas de río, damas, guanchiches, lizas, viudas y otras especies más.

Ahora, viajando durante el día en una motonave turística, aparejada por un joven empresario egipcio radicado en Ecuador, he podido apreciar la incomparable belleza natural de la ría de Babahoyo, que regularmente permanece oculta a los ojos de los viajeros que transitan por la provincia de Los Ríos.

Es que el mundo actual es el de la prisa, de las carreteras y las autopistas pavimentadas, de los autos de todo tipo que pasan raudos de un lugar a otro. Y eso nos ha hecho dar la espalda a ese gran río, que otrora fuera la espina dorsal del país, el lazo que unía a las calientes tierras del trópico con las de la fría meseta andina, la vía por la que nuestro país interior se conectaba con el mundo. Pero el gran río sigue ahí, esperando a que los ojos de los ecuatorianos de hoy descubran sus sorprendentes paisajes y recursos naturales. A sus orillas, largas filas de árboles y arbustos floridos vigilan el tranquilo decurso de esas aguas que bajan de las alturas andinas, cargadas de limo fecundante.

Son mangos, hobos, aguacates, laureles, zapotes, amarillos y guayacanes, que se entremezclan con cultivos de maíz y plátano, para formar una hermosa campiña. De rato en rato vemos árboles que están poblados de garzas blancas, flamencos rosados, patos cuervos oscuros y otras aves, que por un momento descansan en sus ramas, listos para zambullirse en busca de peces. De pronto, en una larga playa de la orilla, vemos una miríada de aves de todo tipo, que descansan satisfechas tras una opípara comida, mientras otras vuelan rasantes sobre las mansas aguas o se clavan en busca de su alimento.

Esas aves compiten con los pescadores que laboran en el río, en sus pequeñas canoas y canaletes, usando anzuelos, pequeñas redes o trampas de agua que arman a orillas del río con pilotes y mallas.

Babahoyo en la historia

Por: Dr. Jorge Núñez Sánchez
Historiador y Escritor

Babahoyo surgió en la etapa colonial como un puerto fluvial interior, situado en la importante ruta de tránsito que unía al puerto de Guayaquil con Quito.

Originalmente esta población portuaria era conocida como ‘El Desembarcadero’, por ser el lugar al que llegaban los productos importados que debían seguir viaje por vía terrestre hacia las provincias y ciudades de la Sierra Central y Norte, así como los bienes y mercancías que bajaban del interior en ruta hacia Guayaquil y Perú. Más tarde, el crecimiento de su función comercial entre la Costa y la Sierra determinó que crecieran los servicios que este puerto ofrecía a los viajeros y comerciantes, por lo cual pasó a conocérsele con el nombre de ‘Bodegas del río Babahoyo’ o ‘Bodegas’ a secas. Y finalmente, ya en la república, adquirió su denominación definitiva de Babahoyo, tomada del importante río a cuya orilla se asienta.

Hacia 1766, el partido de Babahoyo era uno de los siete de la provincia de Guayaquil, estaba formado por los pueblos de Bodegas, Ojiva y Pimocha, y tenía solo 1.058 habitantes. Esto contrastaba con los abundantes recursos naturales del área, que poseía enormes bosques maderables, abundancia de tierras fértiles y de agua, una rica ictiología, numerosos ríos navegables, entre otras riquezas susceptibles de explotación.

Separada del interior del país por un territorio poblado de selvas, grandes ríos y altas cadenas montañosas, su región estaba unida con la Sierra mediante unos pocos y malos caminos de herradura, que en realidad eran antiguas rutas indígenas habilitadas para el tránsito de acémilas. La ruta más antigua era la que salía por Ojiva, subía la temible ‘cuesta de San Antonio’ para llegar a Chimbo y Guaranda, ubicadas en un balcón exterior andino, y desde allí cruzaba por el pie del Chimborazo para llegar al callejón interandino y finalmente a Quito. Este viaje duraba alrededor de diez días en verano, pero en invierno podía durar hasta 25 días.

Por esta vía llegaban por tierra a Babahoyo, para seguir luego a Guayaquil por vía fluvial, tanto viajeros como productos serranos, que incluían comestibles, monturas, ropas y calzado, así como paños y telas destinados a Perú y Chile. A su vez, desde allí se traían hacia la Sierra: sal, pescado seco, zarzaparrilla, lana de ceibo, cera de abeja, arroz, maní, ajonjolí, tabaco, algodón y goma de zapote.

La libre exportación de cacao decretada por el rey de España en 1778 estimuló la formación de grandes latifundios en esta región, que se hizo en gran medida despojando de sus tierras a los indígenas nativos que vivían a orillas del río Babahoyo “desde Samborondón de abajo hasta el de arriba y la boca de Baba”, respecto de quienes el procurador del Cabildo de Guayaquil, Francisco Trejo, propuso en 1775 que fueran “obligados a reducirse al pueblo, donde sean civilizados”.

Más tarde, Babahoyo fue punto clave en las luchas de independencia y, ya en la república, fue escenario de importantes sucesos políticos y militares. En 1845, durante la Revolución Marcista, en su distrito se dieron los combates de La Elvira, hacienda de Flores, y los acuerdos de La Virginia, propiedad de Olmedo.

Estos y muchos otros sucesos serán analizados por historiadores de todo el país este viernes 13 de octubre, en el Primer Simposio de Historia Fluminense, convocado por la Academia Nacional de Historia y auspiciado por la Universidad Técnica de Babahoyo y el Centro de Estudios Históricos de Los Ríos.

¿Desastre natural en Zaruma?

Por: Dr. Jorge Núñez Sánchez
Historiador y Escritor

Lo que está ocurriendo en la ciudad patrimonial de Zaruma tiene todos los visos de un gigantesco desastre natural, que recién ha comenzado, pero que seguramente irá agravándose con el paso del tiempo. Pero este desastre no es producto de un evento natural violento e inesperado, como un terremoto o un huracán, sino el resultado de una acción abusiva de los hombres sobre la naturaleza, en pos de seguir arrancando del subsuelo la riqueza aurífera allí existente.

Claro está, este desastre también es producto de la incuria de las autoridades de todo nivel, desde el local hasta el nacional, que han visto y tolerado impávidas la labor abusiva de empresas piratas e individuos ambiciosos, que han seguido perforando túneles bajo la ciudad en las últimas décadas, pese a las supuestas ‘prohibiciones oficiales’.

El resultado de esa conjunción de acciones negativas empieza a mostrarse en los últimos tiempos, con el hundimiento progresivo de la ciudad, que probablemente seguirá en ascenso, pues el cerro sobre el que ella se asienta ha terminado por ser algo parecido a un queso lleno de gigantescos huecos.

La historia de la explotación minera del cerro Sexmo tiene ya unos largos cinco o seis siglos. Comenzó en la época precolombina, cuando los pueblos originarios empezaron a extraer de los lavaderos bajos de esa montaña pequeñas cantidades de oro, que utilizaban para elaborar objetos y joyas rituales, como los que hoy figuran en el espléndido Museo del Señor de Sipán, en Lambayeque, Perú. Pero fue con la llegada de los conquistadores, hacia 1536, y con la fundación de la Villa de San Antonio del Cerro de Oro de Zaruma, cuando esa explotación se volvió cada vez más planificada y sistemática. Los archivos están llenos de documentos, planos, dibujos y relaciones sobre esa explotación minera ejercitada por el colonialismo español.

Para ejecutarla se emplearon miles de trabajadores nativos, arrancados por la fuerza de las comunidades indígenas de la Sierra para ser sometidos a la virtual esclavitud de la mita de minería, de la que salían muertos o moribundos a causa de la silicosis. Todo ello lo recuerda el estremecedor poema ‘Boletín y elegía de las mitas’, de César Dávila Andrade.

Más tarde, ya en la república, la explotación minera se aceleró, favorecida por el uso de cada vez más modernas maquinarias de perforación y extracción. Pero la situación de los trabajadores siguió siendo atroz, como lo reveló el sabio médico y humanista Ricardo Paredes en su libro Oro y sangre en Portovelo, en el que denunció los abusos y crímenes de la empresa norteamericana Sadco. Y a los crímenes contra la humanidad que trajo consigo la explotación minera, habría que agregar los crímenes cometidos contra la naturaleza, pues, desde la colonia hasta hoy, en la minería se han utilizado productos como el mercurio o el cianuro alcalino, que terminaron arruinando el aire y envenenando los ríos de la región.

En medio de esa controvertida historia, fue levantándose esa pequeña y hermosa ciudad patrimonial. Trazada a partir de una plaza mayor ubicada en lo alto del cerro y extendida hacia abajo por unas calles de sorprendente curvatura, se caracteriza también por su bella arquitectura de madera y sus hermosos soportales, hechos para cubrir al viandante de los rigores del sol o de la lluvia. Toda esa maravilla histórica está ahora amenazada por un desastre de imprevisibles consecuencias.

Envidiópolis

Pr: Dr. Jorge Núñez Sánchez
Historiador y Escritor

Así la renombró José María Vargas Vila a Bogotá, para significar que esta ciudad era, en su tiempo, una urbe carcomida por la envidia de unos contra otros. Pero a veces hallamos que nuestra propia ciudad merecería tal nombre.

La envidia es la más vergonzosa de las pasiones humanas, al punto que el envidioso evita reconocer su condición, aunque por dentro se remuerde, se acongoja y se descompone cada vez que alguien alaba a su rival o simplemente lo menciona. A veces, el envidioso ya no puede contener esa pasión que lo carcome interiormente y se desata en ofensas, críticas mordaces o amargas referencias a su víctima, todo ello sin sentir el menor remordimiento.

Naturalmente, la envidia de unos está motivada por el éxito de otros. Mientras eres un miembro más del grupo y vas al mismo paso que los demás, todo resulta bueno y sano. Pero si aceleras el tranco, destacas en algo, recibes un aplauso o te conceden un premio, ya está servida la mesa para el plato amargo de la envidia. El colega se retuerce internamente, el que andaba próximo toma distancia, el que te fingía admiración se pone verde cuando te ve y hasta algunos viejos amigos empiezan a aderezar con bilis sus comidas.

Hay envidias de todo tipo. Este envidia al otro su riqueza, el cargazo que ocupa, la bella e inteligente mujer que tiene, el auto de alta gama que conduce. El tímido envidia a los que hablan vibrantemente y con soltura. El mal escritor envidia al que escribe bien y el buen escritor envidia el éxito económico del plumífero oportunista. Pero no es cierto que los artistas tengan un ego agigantado y se envidien mutuamente entre ellos, porque lo mismo sienten los hombres de negocios ante el éxito ajeno; lo que pasa es que las envidias de negocios se remedian con dinero, mientras que el prestigio artístico o la fama intelectual son intransferibles y, a veces, insufribles.

También hay envidias históricas. Cierto día, un Director de la Academia Nacional de Historia preguntó quién deseaba dar un discurso en homenaje a monseñor Federico González Suárez. De inmediato se ofreció un culto jesuita, quien, llegado el día, pronunció un largo discurso denostando sostenidamente al homenajeado… Otro sacerdote, que estaba a mi lado, me comentó al oído: “Lo dicho es pura envidia. Este nunca será un historiador del nivel de González Suárez”.

En su propio tiempo, González Suárez sufrió el ramalazo de la envidia y hasta del odio, venidos en general de gente de Iglesia. Su mayor envidioso y odiador fue el obispo de Pasto, Ezequiel Moreno Díaz, quien lo enjuició ante el Vaticano por una disputa administrativa y convirtió el asunto en una disputa ideológica contra el quiteño, a quien acusó de ser liberal y amigo de liberales. Y cuando Roma dio un veredicto a favor de Moreno, éste y los suyos lo celebraron como una glorificación. Pero, poco después, el Vaticano nombró a González Suárez como Arzobispo de Quito y eso terminó por carcomer de envidia a su rival, que a poco murió de un cáncer al estómago.

Pero la envidia, ese defecto que alguien ha llamado desvirtud o antivirtud, es para otros un motivo de progreso humano y un motor para la propia superación personal. El filósofo uruguayo Carlos Gurméndez, en su Tratado de las Pasiones, sostenía que la envidia animaba, desde su fea orilla, el progreso y los deseos de superación de muchas gentes, porque, de no haber la envidia, se preguntaba ¿cuál sería el estímulo para la emulación, para el deseo de ser igual o mejor que otros?

Los obrajes de la época colonial (4)

Por: Dr. Jorge Núñez Sánchez
Historiador y Escritor

La jornada laboral duraba regularmente 9 horas y dentro del obraje existían diferentes oficios o especialidades laborales, cada una con diferentes tareas, que eran estas: apartadores de lanas, tintoreros, lavadores, cardadores, hiladores, urdidores, tejedores, astilleros, canilleros, despinzadores, pilateros, bataneros y percheros.

Los salarios de los trabajadores no eran iguales, sino que se establecían según la importancia del oficio y la mayor o menor responsabilidad del trabajador. Abarcaban una escala descendente de entre 90 y 18 patacones: 90 patacones los herreros; 42 patacones los bataneros y carpinteros; entre 40 y 42 patacones los carderos; 30 patacones los tundidores; 24 patacones los tintoreros; 18 patacones los lavadores, percheros, tejedores, hiladores, enroladores, apartadores de lana, canilleros y mitayos.

Los sueldos también dependían de la importancia social que se daba a cada trabajo. Así, un herrero, considerado un técnico, ganaba más del doble que los bataneros y carpinteros, tres veces más que los tundidores y cinco veces más que los tejedores e hiladores, pese a que estos últimos efectuaban el trabajo fundamental del obraje.

Las ordenanzas mandaban a los empresarios pagar los salarios en dinero y no en especies (ropa o comida), y tratarlos bien, pero muchos obrajeros siguieron maltratando a los trabajadores y pagándoles como les venía en gana. Así ocurría, por ejemplo, en el obraje de San Ildefonso, lo que fue denunciado a las autoridades; y en el obraje de Latacunga, donde se sabe que el maestro Pedro Estévez azotaba a los trabajadores.

La jornada laboral se iniciaba a las 6 de la mañana, con el rezo en el patio. Luego los indios eran distribuidos a sus diferentes trabajos, donde trabajaban 9 horas diarias. Sin embargo, para algunos oficios no había horario sino que el maestro les fijaba una tarea diaria que debían cumplir obligatoriamente. Eso dio pie a que en algunos obrajes se les pusieran grandes tareas, para cumplir, las cuales tenían que quedarse trabajando hasta la noche.

Los trabajadores laboraban 312 días por año, pues los demás días eran festivos: los domingos, el día de Navidad, los primeros días de las Pascuas de Resurrección y Espíritu Santo, los días de la Circuncisión, Epifanía, Ascensión y Corpus Christi; la Natividad, Anunciación, Purificación y Asunción; el día de San Pedro y San Pablo y los días correspondientes a las advocaciones de los santos de los lugares donde estuvieran situados los obrajes.

De la misma letra de las ordenanzas surgen datos de la terrible realidad laboral existente en los obrajes, donde había variados castigos para los trabajadores, por causa de atrasos y faltas, daño de materiales, descuido en sus labores, incumplimiento de la tarea diaria fijada y fuga del pueblo para evitar ir al obraje.

El castigo más frecuente consistía en dejarlos encerrados en el obraje hasta que cumplieran su tarea, descontarles parte de su salario, encerrarlos en calabozos del obraje e incluso darles latigazos o ponerlos en un cepo.

Aunque las leyes coloniales disponían que los trabajadores de los obrajes debían ser indígenas adultos, en la práctica se generalizó en muchos centros textiles la costumbre de utilizar niños a falta de trabajadores adultos. Es más, hay pruebas de que las mismas autoridades consentían y aprobaban la utilización de menores de edad en estos centros productivos.

Los obrajes de la época colonial

Por: Dr. Jorge Núñez Sánchez
Historiador y Escritor

Inicialmente el trabajo en los obrajes estuvo regido por el sistema de mita o trabajo obligatorio, pero, como hemos visto, la misma naturaleza de las obligaciones tributarias determinó que se pagaran salarios a la población indígena que laboraba en ellos.

Sin embargo, el trabajo obrajero estaba manejado de modo anárquico, pues cada establecimiento fijaba sus propias reglas y condiciones laborales, algunas de las cuales constituían brutales abusos contra los trabajadores, lo que motivaba la enfermedad y muerte de estos, o, en otros casos, la fuga de los trabajadores.

Todo eso determinó que a comienzos del siglo XVII hubiera en la Audiencia de Quito una toma de conciencia sobre la necesidad de regular la organización y régimen laboral en los obrajes, así como la calidad de los tejidos producidos.

En 1620 se encargó al oidor Matías de Peralta efectuar una visita a los obrajes, como resultado de la cual este redactó unas Ordenanzas de Obrajes, emitidas oficialmente por la Audiencia de Quito en 1621, que fueron desde entonces el régimen laboral de los obrajes quiteños.

Ellas normaban tanto los asuntos administrativos del obraje, los asuntos de la confección, la asignación de labores a los diferentes operarios y los asuntos propios del trabajo. Las principales regulaciones eran las siguientes:

El maestro debía ser un indígena o mestizo hábil y experto en los asuntos propios de la producción manufacturera, que pudiera controlar el ritmo de trabajo de los operarios y la calidad de los productos. Debía estar presente en el obraje desde muy temprano para asignar tareas a los trabajadores y evitarles atrasos y castigos.

El maestro también debía llevar una contabilidad del trabajo y la producción, en tres libros encuadernados y distintos:

Uno llamado ‘libro de rayas’, con la nómina de los trabajadores, en el que se anotaban con rayas los días de trabajo cumplidos por cada uno. La anotación debía hacerse delante del trabajador y el quipocamayo, que llevaba en sus cuerdas y nudos otra contabilidad paralela, por exigencia de los trabajadores, que desconfiaban de los patronos. Según la contabilidad se fijarían los días de trabajo y se pagarían los salarios.

Un segundo libro se dedicaría a los tejedores y sus tejidos. Y un tercer libro se dedicaría a los tundidores, aquellos que cortaban o igualaban con tijera el pelo de los paños, anotando el número de paños tundidos, su extensión y su color.

Las ordenanzas también regulaban las obligaciones de los alcaldes de los pueblos de indios, que debían reunir a los trabajadores a las 6 de la mañana y conducirlos al obraje. Ahí estos recibían la doctrina cristiana (un rezo, dirigido por algún indio ciego o inválido) y a las 6 y media eran conducidos y repartidos por los alcaldes en las diferentes dependencias. Los alcaldes también controlaban las tareas cumplidas y su anotación en el libro de rayas del obraje.

En cuanto a los alguaciles, debían apoyar al alcalde en su misión, apremiando a los indios para ir al trabajo y sacándolos de sus pueblos o escondites, o presionando a los caciques para que les entregasen los indios trabajadores.

Alcaldes y alguaciles eran indios escogidos anualmente por los corregidores españoles, que no podían ser vueltos a nombrar de inmediato, para evitar que se conchabasen con los administradores o maestros del obraje para algún negocio.

La manufactura textil en la Colonia (2)

Por: Dr. Jorge Núñez Sánchez
Historiador y Escritor

Es necesaria una reflexión sobre el carácter histórico del obraje colonial americano. Hay autores que sostienen que, mientras el taller artesanal era un centro productivo típicamente feudal, el obraje era una avanzada del capitalismo manufacturero, pues, aunque la producción se basaba en el trabajo manual, tenía una organización productiva más compleja que la del artesanado.

En efecto, se utilizaban máquinas movidas por tracción animal o energía hidráulica y existían relaciones salariales, inversión de capital y producción de mercancías destinadas a un amplio mercado continental. Estas características llevaron a que ciertos autores consideraran al obraje colonial como ‘embrión de fábrica’, industria colonial, industria manufacturera o ‘protoindustria’. Uno de ellos fue el mexicano Luis Chávez Orozco y otro es el ecuatoriano Manuel Miño Grijalva, quizá el mayor estudioso del obraje colonial americano.

Los obrajes surgieron en Quito a mediados del siglo XVI, sobre una base económica caracterizada por la falta de minas y la abundancia de recursos agropecuarios. La Sierra, donde existía buen clima y amplios valles con magníficas tierras y abundantes pastos, tuvo una pronta reproducción y crianza de los ganados traídos por los conquistadores, particularmente de cerdos y ovejas. A eso se sumó la producción de cereales andinos, que garantizó la alimentación y aumento de la población. De este modo, los grandes valles serraniegos y las verdes laderas andinas se poblaron de grandes rebaños de ovejas, que producían lana y garantizaban la producción obrajera.

Apenas fundada la ciudad de Quito ya se empezaron a repartir numerosas estancias para criar ovejas y ganado mayor (vacunos y caballares), tanto a españoles como a indígenas. Según Javier Ortiz de la Tabla, hacia 1550 el encomendero de Otavalo poseía 15.000 ovejas, y otro tanto de esos animales tenían varios caciques de Latacunga; en el área de Quito, a su vez, existían más de 2.000 pastores y en Ambato se calculaba que existían unas 600.000 cabezas de ganado lanar.

Al mismo tiempo, los encomenderos se encontraban con dificultades para cobrar los tributos asignados a los indígenas de su jurisdicción y muchos indígenas deudores fugaban hacia las selvas o regiones donde no les conocieran.

Así, la definitiva implantación de los obrajes fue un medio para darles trabajo y cobrarles el tributo al rey, aprovechando la gran habilidad de los indígenas para hilar, tinturar y tejer fibras textiles. Para 1578, a 4 décadas de fundada San Francisco de Quito, ya existían en esta ciudad y sus alrededores unos 2.000 operarios textiles que laboraban en los obrajes, mientras que 3.000 gañanes cultivaban la tierra y 2.000 pastores cuidaban los rebaños de ganados. Y en Latacunga existían 6 obrajes y varios obrajuelos; uno de ellos destinado a la fabricación de pólvora y otro a la producción de sombreros.

En síntesis, el obraje fue un hábil mecanismo colonial para fijar la población en el territorio, extraerle toda su capacidad productiva y convertirla en base tributaria para sostener el sistema de encomiendas y aportes a la corona real.

También fue un espacio laboral atractivo para los indígenas, muchos de los cuales venían a ellos en busca de ocupación y de ingresos monetarios para pagar el tributo, pues preferían el trabajo en estas manufacturas a la terrible labor en las minas u otras tareas impuestas por los colonizadores.

Los obrajes de la época colonial (1)

Por: Dr. Jorge Núñez Sánchez
Historiador y Escritor

En Hispanoamérica, el desarrollo de la manufactura se sitúa en la segunda etapa colonial, es decir, en los siglos XVI y XVII. El incremento de la población local y la necesidad de abastecerla de bienes de consumo (ropas, muebles y enseres de uso cotidiano o religioso) impulsaron la instalación de talleres manufactureros, que, en algunos distritos coloniales, como la Audiencia de Quito, alcanzaron notable significación económica y social.

Para entonces, agotado el saqueo de los tesoros indígenas de la primera etapa, el ansia de oro y plata de los colonizadores se enrumbó hacia la explotación de las vetas de metales preciosos. Se constituyeron, así, grandes economías regionales, que giraban alrededor de la producción minera de una zona y tenían como elementos complementarios a la producción agropecuaria y manufacturera de las zonas aledañas.

En el caso de Sudamérica, la economía regional giraba alrededor de la producción argentífera del ‘cerro rico’ de Potosí, ampliada más tarde con la de otros centros mineros del Alto y el Bajo Perú. Esto tenía su complemento en la producción agropecuaria y artesanal de Perú, Chile, Quito, Paraguay, Córdoba, Tucumán, Cuyo, la Pampa y San Juan.

En ese ampliado espacio económico regional y motivadas por la demanda de la región minera, las regiones satélites de ese eje se especializaron en diferentes rubros productivos. Así, el país quiteño pasó a funcionar, desde fines del siglo XVI, como un territorio anexo y una economía complementaria del gran centro minero altoperuano, al que proveía de textiles y otras mercancías de uso general. El régimen colonial aprovechó para ello la rica experiencia indígena en el campo del cultivo y tejido del algodón, así como en la elaboración y tinturado de tejidos usando colores vegetales y minerales.

Paralelamente, mediante la crianza intensiva de ovejas, los colonizadores introdujeron también en la industria textil el uso de la lana, en la que los europeos tenían mucha experiencia, para la producción de frazadas, ponchos, paños y bayetas. El resultado fue una impresionante manufactura textil de algodón y lana, que multiplicó su oferta de productos con la elaboración de calzas, calcetas y otras mercancías, con lo cual se convirtió en una notable fuente de enriquecimiento para los propietarios de obrajes. Al calor de ese auge, el territorio interandino quiteño se pobló de obrajes, obrajuelos, batanes, galpones y chorrillos, que producían grandes cantidades de paños y bayetas de lana, lienzos y jergas de algodón y otros productos textiles, tanto para exportación como para consumo interno.

Solo en el distrito de Latacunga existían a mediados del siglo XVIII veintiocho obrajes grandes, además de otros centros productivos menores, cuya producción textil se destinaba en su mayor parte a la exportación al mercado peruano, por vía de Guayaquil.

A su vez, en el distrito de Riobamba existían doce obrajes grandes y muchos obrajuelos y chorrillos, que producían variados productos textiles (entre ellos, 55.000 varas anuales de paños) destinados igualmente al mercado peruano.

De este modo, pese a los prejuicios existentes con relación al comercio y la industria, que en esa época eran considerados ‘oficios viles’, la aristocracia quiteña montó y desarrolló una avanzada industria textil manufacturera.

La amenaza imperial

Por: Dr. Jorge Núñez Sánchez
Historiador y Escritor

Cada vez que el señor Trump abre la boca, alguien es amenazado. La amenaza se ha convertido en el recurso predilecto de este personaje, que si no fuera el Presidente de Estados Unidos sería visto simplemente como un demente o un bravucón. Pero es el gobernante de la mayor potencia del planeta y eso da a sus amenazas un tono verdaderamente siniestro.

Ahora sus amenazas se han enfilado contra Venezuela, país en el que existe una revolución que no es del agrado de Estados Unidos y de algunos gobiernos de América Latina, y donde una oposición política feroz ha desatado una suerte de conflicto callejero permanente, que geográficamente se limita a unos muy pocos municipios del país (aquellos donde vive la alta clase), pero que la campaña mediática internacional muestra como si envolviera a toda esa nación. Siguiendo una pauta trazada por sus amos imperiales, sectores de oposición ultraderechista han impuesto una política de terror en los barrios elegantes que están bajo su influencia y han llegado a cometer crímenes verdaderamente abominables, como el atacar hospitales de niños o quemar vivo a cualquier militante chavista que caiga en sus manos.

Todo ello ha sido utilizado por una cadena mediática internacional, enemiga de Venezuela y obediente al imperio, para acusar al gobierno bolivariano de haber montado una dictadura brutal y de reprimir duramente a una oposición democrática. Y esa campaña mediática, a su vez, ha alentado la continuación de las salvajes ‘guarimbas’ de la oposición interna, con la que se retroalimentan mutuamente.

Los demócratas de América Latina y del mundo hemos sido testigos de los reiterados esfuerzos del gobierno de Nicolás Maduro por establecer un diálogo constructivo con la oposición, que permitiese superar el conflicto político y convenir mecanismos de convivencia pacífica. Hemos mirado con esperanza la participación de algunos mediadores internacionales, incluido el Papa, para apoyar esos diálogos. Pero también hemos visto cómo los sectores más radicales de la oposición venezolana, aquellos sostenidos por el imperio, han terminado imponiendo a los demás su política de negación, para luego seguir con su campaña terrorista.

Como un recurso supremo, impuesto por las circunstancias, el Gobierno Bolivariano de Venezuela ha convocado a una Asamblea Constituyente de plenos poderes, para que sea esta instancia política superior la que busque y dicte soluciones para un conflicto que es esencialmente político. El pueblo venezolano ha respondido mayoritariamente a la convocatoria y ha elegido a los diputados de esa Asamblea, que incluso han sido votados por la población de los barrios elegantes, que se halla cansada del terror impuesto por bandas de terroristas y criminales comunes.

Y es aquí cuando llegan dos pronunciamientos coordinados: el uno, la declaratoria de un grupo de gobiernos latinoamericanos de derecha, liderados por la dictadura de Brasil, que acusan al gobierno de Maduro de haber roto la democracia; y el otro, la amenaza del señor Trump de que invadirá Venezuela con sus tropas si las cosas no se hacen según su voluntad.

Tanto la declaratoria de unos como la amenaza del otro son intolerables, porque violan el derecho soberano del pueblo venezolano a darse el gobierno que sea de su agrado y a escoger el rumbo político que le plazca. Democracia no es hacer lo que le guste al país vecino, o al país más poderoso, sino lo que apruebe la mayoría del propio país.

Guayaquileños en el 10 de agosto de 1809

Por: Dr. Jorge Núñez Sánchez
Historiador y Escritor

Hubo varios guayaquileños que participaron en la Revolución Quiteña de 1809, destacándose el doctor Juan Pablo Arenas y Lavayen, nacido en Guayaquil el 24 de junio de 1768. Fue hijo legítimo de la dama guayaquileña Manuela de Lavayen y Santistevan, hermano menor del coronel Jacinto Bejarano y tío de Vicente Rocafuerte. Los diputados de los barrios de Quito lo nombraron “Auditor General de Guerra, con honores de Teniente Coronel, tratamiento de Señoría y mil quinientos pesos de sueldo”. Más tarde, al disolverse la Junta Soberana de Quito, fue apresado por las autoridades coloniales y finalmente fue uno de los prisioneros asesinados el 2 de agosto de 1810.

Pero también hubo quienes reivindicaron las acciones de sus protagonistas, como el doctor José Joaquín Olmedo, quien defendió políticamente a los insurgentes quiteños en las Cortes de Cádiz, en 1812, y luego cantó a los héroes de agosto en un sentido poema que dice:

CORO

Saludemos la aurora del día / para Quito de gloria inmortal, / en que osado Pichincha el primero / proclamó Libertad, Libertad. El Pichincha indignado del yugo / lo sacude de su noble frente, / dio un bramido y se vio de repente / el rugido del león acallar: / infundiole el pavor nueva saña / y se lanza feroz y violento / ¡Santo Dios! destrozado y sangriento / de la Patria se mira el Altar. // Saludemos, etc.

Mas la Patria de tantos horrores / al fin triunfa de constancia llena, / como nave que burla serena / los embates de la tempestad: / el destinó ordenó ya el sepulcro / del tirano en su loca fortuna: / fue este monte do se alzó la cuna / Primitiva de la Libertad. // Saludemos, etc.

¿Quiénes son esos genios gloriosos / que asomados desde el firmamento / mezclan gratos su armónico acento / a ese coro de canto triunfal? / Son los héroes que osados y fuertes, / con su sangre, cadenas y llanto / propagaron la verdad del santo / Evangelio de la Libertad. // Saludemos, etc.

Conservemos ilesa esta gloria / que los cielos nos dieron propicios, / no se pierdan al fin sacrificios / que festiva coronó la paz: / No profanen jamás este suelo / el error y nefanda discordia / y los pueblos en dulce concordia / vivan siempre en amor fraternal.

Saludemos la aurora del día / para Quito de gloria inmortal, / en que osado Pichincha el primero / proclamó Libertad, Libertad.

Así, queda evidenciado que el movimiento quiteño de 1809 no fue una simple conspiración de marqueses fidelistas. Fue mucho más que eso: una causa compartida por varias regiones de la Patria naciente, expresada en un plan de autogobierno criollo, lo que dio inicio al proceso de emancipación hispanoamericana.

Por ello, fue el necesario antecedente de la independencia de Guayaquil y de toda Sudamérica, como lo señaló Simón Bolívar, al afirmar que “en los muros sangrientos de Quito fue ahogado en sangre el pacto político entre España y América y ese crimen armó nuestros brazos con el arma de la represalia”. Y esa misma razón hizo que el Libertador bautizara a Quito con el sugestivo nombre de ‘Primogénita de la libertad’. En 1909, al celebrarse el primer centenario del inicio de las luchas por la emancipación de España, el notable historiador guayaquileño Camilo Destruge publicó un opúsculo titulado Controversia histórica sobre la iniciativa de la Independencia Americana, en el que dejó consignada una verdadera lección de patriotismo acerca de los sucesos del 10 de agosto de 1809.