Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Lingüista e Historiador/Cronista Oficial de Ambato
Revisando el libro “El último viaje”, de Diego Moscoso Peñaherrera, que relata el traslado de los Alfaro, desde Guayaquil a Quito, en el tren de la ironía y del sadismo de Carlos Freile Zaldumbide, el asesino que estuvo encargado del Poder Ejecutivo, vemos las mismas conductas de la plebe, puesto que allá se dio el primer holocausto en contra del general Pedro Montero “que fue un montubio de lealtad inquebrantable” con Eloy Alfaro. Se lo conocía como El Tigre de Bulubulo; fue quien le acompañaba en todas las campañas. Una vez presos los liberales en la gobernación de Guayaquil, dice Diego Moscoso: “El Consejo de Guerra, reunido en la Casa de la Gobernación, había terminado de juzgar al general Pedro Montero y se disponía a dictaminar el veredicto, el mismo que la soldadesca disfrazada no dejó que se leyera; eran como las nueve de la noche, la turba que asistía a este peregrino juicio, arremetió furiosa y agresiva contra el indefenso preso, pidiendo a gritos que se lo ejecute en el mismo recinto en que actuaba el tribunal, en presencia del General Leónidas Plaza y del Ministro Juan Francisco Navarro, además de sus principales subalternos. Montero, valientemente se irguió en el supremo instante, y volviéndose a sus enemigos les dijo con arrogancia:
Si quieren mi vida, está bien, se la daré mañana.
No mañana, ahora mismo. Contestó una voz de entre el tumulto, y en ese mismo instante el oficial que hacía la guardia en el Consejo de Guerra, el teniente Alipio Sotomayor, le disparó un tiro de pistola que hirió a Montero; y el ayudante del General Plaza, el comandante César Guerrero, disparó también su revólver sobre la indefensa víctima, la misma que herida de muerte, cayó de bruces. Alguien agarrando una silla, le acometió dándole golpes al desventurado Montero.
La confusión era total, el populacho compuesto por soldados disfrazados, familiares de aquellos que habían muerto en las batallas dadas en las últimas semanas, pueblo de baja ralea, prostitutas y matarifes, se cebaron en la víctima. Fue alzado en brazos y arrojado desde el balcón, hasta la calle; ahí lo acribillaron a balazos y empezaron la terrible tarea de despedazar su cuerpo. Lo desnudaron, cortaron su cabeza, poniéndola en una bayoneta y empezaron a pasearla por las calles, mientras otros organizaban un juego con los órganos genitales, lanzándose de unos a otros. El cadáver despedazado y sangrante de Pedro Montero, fue arrastrado a la Plaza de San Francisco (en Guayaquil), donde se había reunido gran cantidad de gente, procediendo de inmediato a incinerar sus despojos”
El telegrama disculposo de la hipocresía, fue redactado por el Ministro de Guerra Juan Francisco Navarro en los siguientes términos:
“Guayaquil, 25 de enero de 1912.- 9:30 p.m.
Señores Presidente y Ministros de Estado
A las 8 y media p.m. terminó el Consejo de Guerra sus deliberaciones sentenciando al General Montero a la pena de dieciséis años de presidio y degradación pública.
El pueblo se sublevó contra esta sentencia, que defraudaba sus esperanzas de que fuera la pena de muerte. Tres o cuatro mil hombres armados protestaban contra esta resolución del Consejo y pedían la cabeza del traidor. Hemos agotado nuestros esfuerzos por contener pueblo. No fue posible. Nos atropellaron. Atropellaron Consejo, cordón de fuerzas, invadieron gobernación, donde funcionaba Consejo y ultimaron desgraciado jefe rebelde, ensañándose en sus despojos, que arrastran en estos instantes por las calles…Hemos expuesto nuestra vida por salvar presos, y el señor general Plaza, sin moverse del lado de los presos, ha agotado heroicos esfuerzos por salvarles la vida. La cólera popular es incontenible y terrible, de manera que en estos mismos momentos, apenado el espíritu por los caracteres odiosos de la tragedia a que acabo de asistir, me propongo de ver cómo salvo la vida de los otros presos. Ministro de Guerra, Juan francisco Navarro.”
¿Cómo dejar de citar los testimonios de la historia en esta rememoración? En la plaza de San Francisco, junto al monumento a Rocafuerte, fue incinerado el cadáver de Montero. “Le cortaron la cabeza y le sacaron el corazón, y estos órganos, luego de ser puestos en una solución de sublimado corrosivo, fueron conducidos a Quito por los soldados del (batallón) Marañón como trofeos. La viuda de Montero envió un telegrama al Gobierno que decía:
Señor Encargado del Poder Ejecutivo, Quito.
Señor: Deber sagrado de esposa, me obliga a dirigirme a Ud. Para solicitar la entrega de la cabeza y el corazón de mí esposo señor General Pedro J. Montero, que existen como trofeos en poder del Ejército del Señor General Leonidas Plaza Gutiérrez; pues fue cobarde y alevosamente asesinado anoche. Teresa de Montero”. Carlos Freile Zaldumbide, no contestó”.
El tren de la muerte
Me pregunto: ¿Por qué alguien no hizo nada en el trayecto tan largo entre Guayaquil y Quito para salvar la dignidad de nuestro pueblo? ¿Dónde se escondieron los hijos de la revolución que no atinaron a mover un árbol, o a desbarrancar cualquier loma, o a disparar siquiera cualquier flecha justiciera? Ni el propio Eloy aceptó la posibilidad de una huida en una oportunidad que se le presentó por Alausí. Me resisto a pensar en el destino. Quiero razones, más que sentirme enfrentado a las emociones. Me doy por vencido pensando en la ingratitud. Si todo esto pasó y lo vivimos, me digo: No pudo ser.