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Rememorando a Mariano Castillo. 1829

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Historiador y Cronista Oficial de Ambato

“A las puertas del cielo hay que llamar así, a estallidos, a fin de que nuestras reclamaciones se presenten con el estruendo de conquistadores, no con el vil clamor de los mendicantes”. Estas son tus palabras, las que he buscado en la fosa común de Piura a donde fueron a parar refundidas con tus huesos libertarios, por el año 1829, cuando decidiste tragarte la propia luz de tus ojos que habían visto parpadear injusticias por 47 años, dándote un disparo con el arma con que venías amenazándole a tu propia muerte que se burlaba de tus delirios de libertad. Un día me encargaste que las volviera a repetir cada vez que nuestro pueblo repensara en tener patria libre y nunca traicionada. No me importa que hayas caído en cualquier tumba, que hayas bajada a la fosa común de Piura lejos de tu tierra donde aprendiste la dignidad de las derrotas en los campos de Huachi. Perdona, dijiste que los idealistas no tienen derrotas sino contratiempos. Me lo cuenta Carlos Tobar en sus páginas arrinconadas al olvido.

Dijiste que peleabas por la libertad. Vengo a hacerte recuento de tus propias palabras: “Cuántas ocasiones al ser testigo de cómo colocamos en los puestos elevados a hombres que no poseen sino el mérito de lo desconocido, cuando no las propiedades de sus defectos: a esos cínicos de la política, que ni siquiera ocultan la avidez ansiosa de apoderarse de la Patria para saciar un hambre canina del despotismo; al ver cómo no exigimos de quien ha de gobernarnos ni los buenos antecedentes, ni los conocimientos indispensables para la ardua tarea de regir a un pueblo, pues, inconsecuencia incomprensible, averiguamos la conducta de un criado como garantía para recibirlo a nuestro servicio y nada inquirimos para entregar los destinos de la nación a patriotas problemáticos; exigimos largos años de estudio al abogadillo que ha de defender un pleito miserable y al medicastro que ha de curarnos un romadizo, y nada requerimos de quienes deben entender en la honra nacional y en los sagrados intereses de los gobernados y curar los males morales que pueden sobrevenirnos.

Cuántas al mirar a aquellos gobernantes egoístas, criminales que sacrifican los bienes, el honor de la patria, por un poco de fútil humo de lisonja, producido en el incensario de una vil adulación. Cuántas al contemplar al cobarde móvil de temor a la hez de la sociedad, que dirige la conducta de quienes deberían seguir siempre el camino de la rectitud, desposeídos de otros impulsos que no sean los de la razón y de la justicia. Cuántas veces, al ver a los tahúres de la apolítica hinchados sobre el tapete desgarrado de la patria, temblorosos, anhelantes, lívidos, crispados los músculos, espumajosos los labios, el alma sacudida violentamente por una iracunda esperanza o por un terror preñado de venganzas, al verles, digo, inquirir los dados falsos que saltan del cubilete de las urnas y que van a darles o quitarles un predominio o una renta o un empleo, que los hombres dignos no quisieran aceptar a trueque del rencor, del insulto, del odio, de la calumnia, de la envidia que, cual montoncillo de monedas, cada uno de la turba de los jugadores pone junto a sí en la mesa de la infamia. Cuántas al presenciar cómo la desapoderada ambición empapa en sangre los campos, los caminos, las ciudades… ¿Y todo para qué? – para caer en poder de los hombres ineptos, de intrigantes perversos, de troneras irreflexivos, de ambiciosos sin conciencia. Para recorrer incesantemente el vía crusis del abatimiento, del retroceso, de la miseria, del descrédito, del desprecio acaso de las demás naciones del globo. Para con nuestras barbaries estar invitando a éstas que nos conquisten. Para ir de la opresión al libertinaje, del despotismo a la demagogia, de la degradación del imbécil al azote del tirano, convertida la república en propiedad del odiador del trabajo, en tema del monomaniático de grandezas, en feudo ligio del descaro, en botín de los salteadores de los solios, en patrimonio de los insolentes, en legado de pícaros, en mercadería de ladrones, en palestra libre de agitadores, de trastornadores sin ley, sin Dios, sin alma… los incapaces para gobernar su casa se empeñan en gobernar los pueblos, los que no pueden conservar su hacienda se esfuerzan en apoderarse de la pública… ”

Hay crisis de identidad transcultural y es preciso asumir la ecuatorianidad

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Cronista Oficial y Vitalicio de Ambato

Ahora reflexionemos sobre esta afirmación: “sí es posible una ecuatorianidad dentro de un país heterogéneo, pluricultural, multiétnico”. ¿Cómo está la ecuatorianidad en un otavaleño, un salasaca, un saraguro, en un waorani, un cayapa, o en cualquiera de las nacionalidades reconocidas por el Estado?

¿Cómo es la ecuatorianidad en un afro esmeraldeño, en un afro guayaquileño, o en un afro imbabureño? ¿Qué de ecuatorianidad tiene cada grupo?

Lo que sacamos en claro es que estamos frente a tres cosas distintas: identidad vista desde la nacionalidad que es un hecho cultural; la nacionalidad desde su posición socioeconómica; y la identidad desde la perspectiva del Estado, que es un tema político. La ecuatorianidad en los grupos étnicos es un palimpsesto, un ropaje, un barniz identitario que tiene por dentro elementos que pululan por visibilizarse en una delimitación territorial y a lo largo de la historia. ¿Será esta una forma de entender el mestizaje? La ecuatorianidad por estratos sociales, tiene mucho de la carga impartida por la educación, por la autoilustración y por la criticidad de sus usuarios y beneficiarios. La economía interfiere transversalmente en las culturas vernáculas, en los mestizos y afrodescendientes y en las clases de poder.

Con acceso a la educación cambian las concepciones ingenuas y se pasa a una selectividad. Según la antropología hay que mirar todo como diferencias, aunque tengan influencias alienantes debido a los contactos grupales. Es como si se tratara de sentir el alma nacional en una música con arreglos sinfónicos y a la vez distanciada de las versiones primitivas. La ecuatorianidad vista desde la perspectiva del Estado es pendular y por ello puede ser peligrosa. Los Estados son fabricantes de nacionalismos según las posturas ideológicas de quienes llegan al poder. Sus allegados imprimen las huellas de su formación, concepción y determinación. El Estado imprime modelos comportamentales que pueden llegar a ser exageradamente teatrales y hasta grotescos: Abdalá y Fujimori, disfrazados con ponchos y capuchones del Puno, comen cuy a orillas del Titicaca. Dos farsantes de la política latinoamericana representando extraviadamente las esencias extrañas a su ética cívica. El oriental japonés con el ‘turco’ libanés americanizandos con cuy las fortunas de sus ingenuos electores.

El Estado difunde planificadamente lo que quiere, por ejemplo, dentro de políticas editoriales, contenidos y autores que son de sus círculos de allegados. Los pedestales están llenos de santos del civismo prefabricado. Muchos perversos son nuestros más recordados prohombres, son los más biografiados, maquillados, abrillantados modelos en los cuales vemos cristalizada nuestra ‘identidad’ masificada. Muy largo sería detenerme a ejemplificar, puesto que pueblo por pueblo, donde se forjan los constructos elementales, los ídolos de barro que podrían quedar derrumbados ante someros análisis, son innumerables.

Aprendimos a amar la lengua peninsular con sus algarabías árabes y a muchos nos encantan las palabras vernáculas, por las cuales reconocemos a los tsuntsu-nihuas de pies descalzos, o a las tsilinquitsas que por jóvenes andan moviendo el rabo como lagartijas pantsaleas. Los tsotos de carne de las sopas se los ve caminando cada vez más empequeñecidos como metáforas en los descriados. Como ecuatorianos mestizos, chagras, nos gusta ponernos, para el frío, un poncho de lana, y de cuello, sobre un vestido con corbata. Por mestizos podemos sentarnos a comer en un mercado y no tener prejuicio de no estar siempre en algún local ‘exclusivo’, que más bien debe llamarse excluyente, buscando platos italianos o franceses.

Nuestra ecuatorianidad está también en admirar a los nuestros: a un Adoum, a Eliecer Cárdenas, a un Julio Pazos, a una Alicia Yánez por lo que escriben. A un Montalvo, a un Alfaro, por sus vidas y sus muertes. Es algo nuestro de ecuatorianidad: Galápagos, Quito, Cuenca, el Yasuní, el Cotopaxi, los Llanganates, el puente sobre el río Guayas o el de Bahía de Caráquez.

Nos dan ecuatorianidad las orquídeas, las mariposas del Oriente, sus aguaceros. Nuestra ecuatorianidad la sentimos con los flujos humanos de la historia, porque tenemos de indígenas que vinieron en avalanchas desde el Tahuantinsuyo con el incario, y por eso nos emocionan los huaynos o las sayas bolivianas.

Hay crisis de la identidad transcultural y es preciso asumir la ecuatorianidad

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Cronista Oficial y Vitalicio de Ambato

Ahora reflexionemos sobre esta afirmación: “sí es posible una ecuatorianidad dentro de un país heterogéneo, pluricultural, multiétnico”. ¿Cómo está la ecuatorianidad en un otavaleño, un salasaca, un saraguro, en un waorani, un cayapa, o en cualquiera de las nacionalidades reconocidas por el Estado?

¿Cómo es la ecuatorianidad en un afro esmeraldeño, en un afro guayaquileño, o en un afro imbabureño? ¿Qué de ecuatorianidad tiene cada grupo?

Lo que sacamos en claro es que estamos frente a tres cosas distintas: identidad vista desde la nacionalidad que es un hecho cultural; la nacionalidad desde su posición socioeconómica; y la identidad desde la perspectiva del Estado, que es un tema político. La ecuatorianidad en los grupos étnicos es un palimpsesto, un ropaje, un barniz identitario que tiene por dentro elementos que pululan por visibilizarse en una delimitación territorial y a lo largo de la historia. ¿Será esta una forma de entender el mestizaje? La ecuatorianidad por estratos sociales, tiene mucho de la carga impartida por la educación, por la autoilustración y por la criticidad de sus usuarios y beneficiarios. La economía interfiere transversalmente en las culturas vernáculas, en los mestizos y afrodescendientes y en las clases de poder.

Con acceso a la educación cambian las concepciones ingenuas y se pasa a una selectividad. Según la antropología hay que mirar todo como diferencias, aunque tengan influencias alienantes debido a los contactos grupales. Es como si se tratara de sentir el alma nacional en una música con arreglos sinfónicos y a la vez distanciada de las versiones primitivas. La ecuatorianidad vista desde la perspectiva del Estado es pendular y por ello puede ser peligrosa. Los Estados son fabricantes de nacionalismos según las posturas ideológicas de quienes llegan al poder. Sus allegados imprimen las huellas de su formación, concepción y determinación. El Estado imprime modelos comportamentales que pueden llegar a ser exageradamente teatrales y hasta grotescos: Abdalá y Fujimori, disfrazados con ponchos y capuchones del Puno, comen cuy a orillas del Titicaca. Dos farsantes de la política latinoamericana representando extraviadamente las esencias extrañas a su ética cívica. El oriental japonés con el ‘turco’ libanés americanizandos con cuy las fortunas de sus ingenuos electores.

El Estado difunde planificadamente lo que quiere, por ejemplo, dentro de políticas editoriales, contenidos y autores que son de sus círculos de allegados. Los pedestales están llenos de santos del civismo prefabricado. Muchos perversos son nuestros más recordados prohombres, son los más biografiados, maquillados, abrillantados modelos en los cuales vemos cristalizada nuestra ‘identidad’ masificada. Muy largo sería detenerme a ejemplificar, puesto que pueblo por pueblo, donde se forjan los constructos elementales, los ídolos de barro que podrían quedar derrumbados ante someros análisis, son innumerables.

Aprendimos a amar la lengua peninsular con sus algarabías árabes y a muchos nos encantan las palabras vernáculas, por las cuales reconocemos a los tsuntsu-nihuas de pies descalzos, o a las tsilinquitsas que por jóvenes andan moviendo el rabo como lagartijas pantsaleas. Los tsotos de carne de las sopas se los ve caminando cada vez más empequeñecidos como metáforas en los descriados. Como ecuatorianos mestizos, chagras, nos gusta ponernos, para el frío, un poncho de lana, y de cuello, sobre un vestido con corbata. Por mestizos podemos sentarnos a comer en un mercado y no tener prejuicio de no estar siempre en algún local ‘exclusivo’, que más bien debe llamarse excluyente, buscando platos italianos o franceses.

Nuestra ecuatorianidad está también en admirar a los nuestros: a un Adoum, a Eliecer Cárdenas, a un Julio Pazos, a una Alicia Yánez por lo que escriben. A un Montalvo, a un Alfaro, por sus vidas y sus muertes. Es algo nuestro de ecuatorianidad: Galápagos, Quito, Cuenca, el Yasuní, el Cotopaxi, los Llanganates, el puente sobre el río Guayas o el de Bahía de Caráquez.

Nos dan ecuatorianidad las orquídeas, las mariposas del Oriente, sus aguaceros. Nuestra ecuatorianidad la sentimos con los flujos humanos de la historia, porque tenemos de indígenas que vinieron en avalanchas desde el Tahuantinsuyo con el incario, y por eso nos emocionan los huaynos o las sayas bolivianas.

El Problema de lo falso en la textualidad de nuestra historia

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Cronista Oficial de Ambato

La instancia simbólica

Partamos de un enfoque al lector y digamos de acuerdo a los semiólogos, este receptor es un ente que frente a un estímulo de lectura, activa un imaginario que lo tiene previamente incorporado a su memoria. “El verdadero lector de un texto no es un individuo concreto, sino una instancia simbólica que se activa al interior de un texto” (5). Si esto le pasa al lector-receptor, el historiador-investigador, tiene el mismo camino. La escritura de su nuevo discurso histórico frente a un nuevo documento, lo enmarca en el ámbito de su imaginario activado, sea por el conocimiento de algo nuevo, o por los contrastes que le permite la crítica; y desde luego, por su ideología y hasta por conveniencias. La redacción subsiguiente irá “enriquecida”, ampliada, o modificada, y a veces rectificada, dependiendo del registro de memoria que se activa cuando se despliega su instancia simbólica, que no es otra cosa que el registro cultural que tiene a su haber.

¿Qué pasa con el fabulador literario entendido como re-creador? Activada esta “instancia simbólica”, es decir, desplegado a lo visible su registro cultural, va más allá del historiador, para proyectar su intencionalidad re-creadora de lo falso intencional. Puede haber lo falso ingenuo, cándido; pero el caso es que quienes ejercitan oficio ideológico con la literatura de temas históricos, sabrán el por qué re-figurando, des-figuran los elementos que tienen a su alcance para ofertar un nuevo imaginario, que puede resultar controversial. Diré que un poco con este prejuicio podemos leer a Vargas Llosa contrastando con Eduardo Galeano, como ejemplo.

Según lo que dejo anotado, no operamos sobre ninguna mente en blanco, sino sobre lectores que de algún modo ya son depositarios de saberes de toda índole. Por calificarlos de algún modo, digamos que pueden ir desde los míticos hasta los eruditos, desde los trillados y elementales, hasta los que manejan hallazgos afortunados que muchas veces están ausentes en el imaginario de las masas. Lo dicho puede sonar a estructuralismo pasivo; pero el caso es que nuestro objetivo es ir en procura de encontrarnos con sujetos críticos en ebullición. Después de leer “Bolívar, mujeriego empedernido” del colombiano Eduardo Lozano Torres (6) se podrá tener más luces sobre la “soledad” de Bolívar y sus controversias en la sociedad conservadora. Es otro ejemplo que pongo, para no abundar en el enfoque, es El General en su laberinto, de García Márquez.

Ejemplos sobre primigenios imaginarios de lo falso

Cuando llegaron los exterminadores de indios al continente, con Cristóbal Colón, todos aprendimos que gritaron los hombres de las carabelas: como en una fiesta popular: tres tierras, por el arribo de las carabelas: ¡Tierra, tierra, tierra!… ¿Quién ha recogido alguna frase en lengua nativa de los tahinos para saber lo que habrían dicho en cambio los aborígenes al observar las carabelas por el horizonte? Si damos por verdad a este supuesto lingüístico, ¿No será también de contrarrestar con otro supuesto traducido de lengua amerindia sobre el avistamiento de las carabelas dicho por algún aborigen?: Vienen por el horizonte: ¿¡Carevelas, carevelas, carevelas!? (Escribo entre estos signos de interrogación y admiración, para mezclar incertidumbre y asombro, en español). ¿Acaso más bien no dirían vienen bergonautas, bergantines, bergantones? Dejemos que las dos fábulas se defiendan solas, pero, ojo, ¿Por qué enseñamos a los niños lo que nadie oyó que habría gritado Colón, o Rodrigo de Triana, o Luis de Torres que era el lingüista de la tripulación, que había sido contratado para la expedición de Colón porque sabía arábigo, para comunicarse con los chinos? ¿Gritaría algo en árabe para que le entiendan los tahinos? Un supuesto imaginario fabulado más extenso puede leerse en mi trabajo Los quejidos del sol (7)

Se supone que estaban llegando al Gran Khan. Lo más trágico es haber condicionado a la masa, la enseñanza de este estereotipo histórico; y aún más, a los propios nativos indoamericanos. ¿Dónde está un historiador nativo que enfrente a este imaginario avasallador? ¿Acaso la historia occidentalizante no ha contribuido para que se instituyan las celebraciones de descubrimientos y fundaciones hispanas, aún en ciudades donde ni siquiera se sabe a ciencia cierta si ocurrieron tales hechos? ¿Acaso no se sigue en el aniquilamiento de la memoria ignorando que ya estuvieron milenarios pueblos estructurados donde los exterminadores sometieron a los vencidos? Paulo Freire dijo que los oprimidos aprendieron a ver por y con los ojos de los opresores. Entonces puede salvarnos la literatura con algún ingrediente contestatario como narra William Ospina, el escritor colombiano en sus obras Ursúa, La Serpiente sin ojos, o en El País de la canela (8). Frente a esto, no solo la oficialidad puede ver como conducta anárquica o del absurdo, lo dicho en la narratología.

(5) Zeccheto, Victorino, La danza de los signos, 2.002, p. 17.
(6) Lozano Torres, Eduardo, Nomos Impresores, Bogotá – Colombia, 2015.
(7) Reino, Pedro, Los quejidos del sol, Premio Parlamento Latinoamericano Luis Da Cámara Cascudo, 2004, Editorial Pío XII, Ambato, 2011.
(8) Ospina, William, Ursúa, La serpiente sin ojos, o en El país de la canela, Ed. Mondadori, Bogotá, 2012.

Recluta a caballo

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Cronista Oficial de Ambato

Yo empecé de recluta a caballo porque tuve la ventaja de haber aprendido a montar a pelo desde cuando me juntaba a los potros en el potrero, es decir, donde los potros tenían su retozadero. A los otros les cogían para que sean reclutas a pie. Lo bueno de ser recluta a caballo era estar a órdenes de un mariscal que era el destinado para instruir en caballería de guerra. A mí me mandaban a tirar pistoletazos en la puerta de las caballerizas, para que los caballos se acostumbraran a las guerras, mientras estaban comiendo el pienso. Yo veía cómo los sargentos y los cabos llevaban cartuchos para cargar sus pistolas y hacer fuego cuando los potros se retiraban del picadero antes de entrar en el cuartel. La clave para el acostumbramiento de los caballos era repetir los tiros mañana y tarde al darles el pienso. A los potros nerviosos siempre había que acariciarlos para sosegarlos, después de cada pistoletazo. Un buen instructor mariscal sabía que los caballos eran confiables ya, cuando frente a un escuadrón que disparaba a tiempo seguido carabina y pistola, el pelotón de caballos avanzaba impulsado por los jinetes; y cuando llegaban ante los escuadrones armados, estos tenían que acariciar a los brutos para que se imaginaran que los disparos se convertían en halagos. Creo que eso mismo es lo que pasaba con nosotros que esperábamos los halagos después de las masacres. Éramos hombres de tiempos de guerra que junto a los caballos aprendimos los movimientos de los estandartes y las banderas, de los tambores y las cornetas, de los alaridos y las arengas que son las músicas de las contiendas.

Recuerdo que el armamento de caballería tenía que ver con la ofensiva y la defensiva. Para la ofensiva se tenía espada o sable, la carabina, las pistolas y la lanza. Para la defensiva teníamos la coraza y el casco. Me gustaba armarme del sable, porque tenía una guarnición o empuñadura bordada de laureles. Matar era sentirse victorioso. La hoja y la vaina tenían dos anillas para suspenderlas del cinturón. No he olvidado que la carabina se componía de cañón, caja, llave y baqueta; que la caja se dividía en culata, encaro, garganta, hueco de la llave y caña, donde están las trompetillas y abrazaderas para asegurar el cañón; y el gancho con sus anillas para suspenderla del de la bandolera. En la culata está la cantonera con un pasador.

Mira hijo, tal vez en un tiempo futuro tengas un caballo para tu regocijo. Yo he cabalgado a órdenes del Gran Mariscal por una libertad que nacía de sus órdenes y nada más. Tal vez de mí solo te cuenten que pasé por la vida como pasa el olor a pólvora por la memoria de las caballerizas. Yo soy el abuelo de tu abuelo que vino con las guerras de la independencia, el que antes de morir pensó en heredarte mi casco y la coraza. A mí me dieron un casco hecho de suela que en su cimera tenía una piel de oso con unas carrileras de metal dorado que servían para sujetar a la cabeza. Los cascos de mis superiores eran de metal dorado con una cimera de crines de caballo. Lo mejor que conseguí en una batalla derribando a un enemigo era una coraza con peto y espaldar de hierro colado, con unas hombreras cubiertas de escamas. Esas corazas no habían por aquí.

Cuando recibí una herida en mi pierna, pensaron que podía pasar a ser armero. Me enseñaron a limpiar los rastrillos metiendo dentro de una pezuña de vaca o de un asta de cabra. Primero se untaba con un poco de ajo machacado, sal y orines, echando más de estos dos últimos ingredientes cuando ya esté el rastrillo dentro de la pezuña. Ahí había que meter a la candela hasta que tome un color como de cereza. Retirando de la candela había que echarle agua fría para que quede templado, pero había que limpiarlo enseguida con un poco de arena. No olvides de averiguar qué han hecho con mi coraza, y sobre todo, con las independencias.

El Presbítero Venezolano Dr. Antonio José de Sucre. 1895

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Historiador y Cronista Oficial y Vitalicio de Ambato

He ido en pos de documentos a la Biblioteca Aurelio Espinoza Pólit, en Quito. Me enfrento a los textos publicados en el Diario Oficial. Me inquieta uno de ellos que aparece en 8 de febrero de 1895 en el # 343. Se publica una carta “Autógrafa del Exmo. Señor Presidente de los Estados Unidos de Venezuela por la cual se sirve elevar al carácter de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario cerca del Ecuador al Presbítero Sr. Dr. D. Antonio José de Sucre”. Don Joaquín Crespo es el Presidente de los Estados Unidos de Venezuela. La Carta dirigida a su homólogo el Dr. Luis Cordero, dice “Grande y Buen Amigo.- En el deseo de que las relaciones políticas cultivadas tiempo ha por Venezuela y el Ecuador sean cada vez más estrechas y cedan día por día en mayor beneficio de las dos repúblicas, he resuelto acreditar en la que Vuesencia tan acertadamente preside una legación de Primera Clase, y designar para que le sirva, con el carácter de Enviado Extraordinario u Ministro Plenipotenciario al Presbítero Dr. Antonio José de Sucre. Las prendas de que es poseedor el elegido por mí para tan elevado cargo, y aún el nombre que lleva, uno de los más ilustres en la historia americana, y que él sabe guardar intacto con el prestigio de sus luces; el amor que profesa a esa República donde vinculó muy caros afectos el héroe, cuyo recuerdo él reverencia por razones naturales de patria y de familia; todo hace presumir que el Presbítero Dr. Antonio José de Sucre sabrá corresponder del modo más fiel a la confianza que en él deposito, y granjear ahí la general estimación… ”

La circunstancia está ligada a la celebración centenaria del nacimiento en Cumaná del Mariscal, el 3 de febrero de 1795 (asesinado en Berruecos-Colombia, cuando tenía 35 años, el 4 de junio de 1830). El cura Sucre está por Ecuador con otras secretas intenciones sentimentales. El presidente de Venezuela explica que “una vez que esa República se dispone, a la par que otras de América, a rendir noble homenaje a la memoria del vencedor en Pichincha…” Esta carta que tiene la fecha señalada arriba, está fechada en el “Palacio Federal del Capitolio, en Caracas, a los 18 días del mes de Diciembre del Año del Señor de 1894”. La contestación del Dr. Luis Cordero tiene fecha 2 de febrero de 1895, hace alusión entre otros elogios de que echa mano la diplomacia, a “las notorias cualidades de tan distinguido personaje, en quien brilla con nuevo lustre el glorioso nombre del egregio General Cumanés…” Cordero también destaca que el presbítero Sucre llega “con envidiable herencia, conservada al amparo de sólidas virtudes de cristiano sacerdote y de patriota ejemplar”. Entre otros aspectos destacables de la carta se refiere a Venezuela como “a la legendaria Madre de Héroes”.

La comunicación del 29 de enero con la que el Ministro de Instrucción Pública Roberto Espinoza, pide al Arzobispo de la Arquidiócesis Pedro Rafael, para participar en las “solemnidades religiosas que se efectuarán el día 3 de febrero próximo”. Ahí se advierte que “no solo las cinco naciones creadas por el genio de Bolívar, sino casi todas las de Americano Continente, se han aprestado a celebrar con inusitada pompa el centenario del Gran Mariscal de Ayacucho, …quien fue también cristiano observante y cultísimo caballero.” El arzobispo responde que acatará la solicitud argumentando que “es muy justo y conveniente dirigir a Dios en ese día, solemne acción de gracias por haber hecho ver la luz al virtuoso Prócer, que en su vida privada, en los campamentos y en el Poder se manifestó profundamente religioso… ”. En todo caso, se convocaba a la iglesia catedral de Quito a celebrar con pompa una fiesta de primera clase. Luego, el Arzobispo remite un carta en la que deja constancia que el Gobierno quedó agradecido con dicha celebración.

Se deduce que el punto central de la celebración fue un discurso pronunciado por el Dr. J. Alejandro López del despacho de Culto que tenía el Ministerio de Instrucción Pública. En comunicación del 5 de febrero le expresan una viva complacencia por el discurso y le obsequian un buen paquete de libros.

El mismo Ministro de Instrucción Pública, el 9 de febrero de 1895 le dirige una carta al Plenipotenciario Sucre en estos términos: “Señor: el día de mañana ha de celebrarse una fiesta a la Santísima Virgen, en su advocación de “Nuestra Señora del Quinche”, en el templo de la Compañía de Jesús, para darle gracias por los favores que dispensa a la Nación ecuatoriana, segunda patria, y muy querida, del Gran Mariscal de Ayacucho, ilustre deudo de Vuestra Excelencia. En tal virtud, desea Su Excelencia, el Jefe de Estado, y todos los miembros del Gobierno, que aquella misa fuese celebrada por Vuestra Excelencia, lo cual contribuirá a dar mayor solemnidad y pompa a aquella fiesta…” La petición suscrita por el Ministro Roberto Espinoza pide que la petición sea acogida para enlazar a las repúblicas. Yo me pongo a pensar en Nuestra Señora del Quinche que tiene gran poder de convocatoria. Lo que está oculto tras esta advocación es que en el sitio de El Quinche funcionó un centro magnético indígena que era una huaca aborigen. Este centro de ritualidades, como muchos otros del país, en la colonia, pasaron a advocaciones cristianas. Quinchi no es una palabra quichua, sino de lengua pre quichuas que tiene que ver con lo sagrado y venerable. También hay que recalcar que el poder quiere ‘pompa’, lucimiento público, teatralidad suntuosa. Para eso sirve eficientemente la iglesia.

La respuesta tiene fecha del mismo día y en lo puntual dice: “Admirador y testigo de la milagrosa multificencia con que Nuestra Señora del Quinche favorece a esta católica Nación; fervoroso devoto de Nuestra Señora Madre, que no pierde ocasión de remunerar nuestra fe en Ella con los raudales copiosos de su Misericordia; y vivamente interesado por la felicidad de este bello Ecuador, tan caro como al General Sucre y, por lo mismo, a todos los que alentamos con su misma sangre, tengo la complacencia de manifestar a V. E. que me será muy satisfactorio ir mañana a celebrar la santa misa indicada, deseando que ella sea aceptada a los ojos del Bienhechor Eterno y que, por medio de la Soberana Dispensadora de sus gracias, derrame sobre el pueblo y Gobierno ecuatorianos, bendiciones sin cuento… f) Antonio José de Sucre.”

Antonio José de Sucre Alcalá, el militar y sacerdote venezolano, fue sobrino del gran Mariscal de Ayacucho. En Wikipedia se lee que fue hijo de José Manuel Sucre y María Alcalá. Nació en Cumaná en 1831 y vino a morir en Babahoyo – Ecuador en 1895. “Antonio José Sucre fue expulsado de Cumaná en 1853, cuando trataba de impulsar una revolución. Un terremoto hizo que tuviera que desistir de su objetivo y José Manuel se trasladó a México. Sin embargo Sucre-sobrino se quedó en Colombia y luchó con el conservador Miguel Arboleda contra José María Obando, y estableció amistad con las familias Cuervo y Caro, íconos del conservadurismo colombiano del siglo XIX. Bajo la influencia de la familia Cuervo se decidió por ordenarse sacerdote en Bogotá, donde ejerció de periodista, siendo uno de los primeros directores de “El Catolicismo”, dependiente del arzobispado de Bogotá. Fue una de las figuras que con mayor vehemencia defendió la doctrina papal. Falleció en el Ecuador mientras trataba de ubicar los restos de su tío.” Este último dato fue el objetivo personal por el que había venido a Quito. Según los datos de historiadores y biógrafos, el presbítero Sucre, por donde pasaba, armaba un huracán, pues nada menos que estando en Colombia, se había interesado en ser parte de las celebraciones centenarias del nacimiento del General Santander quien intentó asesinar a Bolívar, íntimo de su tío el Mariscal. Para huir de los escándalos fue a Venezuela. Como era hombre de semejante influencia, logró que se le designara para viajar a Ecuador en calidad de Plenipotenciario, como queda referido. Podemos aportar con lo relatado por el centenario del nacimiento de su tío, y decir que la fiebre amarilla acabó con él en la costa ecuatoriana, un 17 de junio de 1895, sin que lograra ubicar los restos de su tío, los que fueron ubicados en El Carmen Bajo en 1900, según notas tomadas por Rodolfo Pérez Pimentel.

La nuera de Cristóbal Colón. 1548

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Historiador y Cronista Oficial y Vitalicio de Ambato

María Álvarez de Toledo y Rojas siente que han tañido veintitrés años de campanazos en su sangre noble. Ahora las gasas de sus velos se hinchan con el viento que sopla desde las Indias, por La Mar Océana. Hay un temblor de soles salvajes que llegan hasta Cádiz. Ella yergue sus pechos ante la brisa salina y exclama que está dispuesta a desafiar las incertidumbres de su esposo Diego Colón. Yo iré a Indias, se desafía.

Le han dicho que en las islas descubiertas por su suegro Don Cristóbal, todas las mujeres habían salido desnudas a palpar la barba de sus nuevos dioses cuando éstos saltaban de sus carabelas. Su flamante marido le ha dicho que tiene cumplidos sus veintinueve años y que ha heredado los señoríos de indios con islas de oro y mares de esmeraldas que han encontrado en medio de otros océanos donde está la isla de Kisqueya que ya es La Española.

Ahora que soy tu esposa, he decidido viajar contigo hasta el fin del mundo, le dice, mientras él se destornilla sus armaduras y se quita ese casco coronado con dos inmensas plumas de avestruz. No olvides que soy sobrina-nieta del Rey Fernando de Aragón y del Duque de Alba, quien negoció con tu padre mi matrimonio contigo, y evitó que te casaras con una de las hijas de Juan de Guzmán, el Tercer Duque de Medina Sidonia.

¿Pretendes viajar por amor o por sustentar el poder del Rey? Responde su esposo que, ya sin armadura, se parece a un marido cualquiera.

Ahora que soy la nuera del Primer Virrey de Indias, de Don Christóforo Columbus, he decidido convocar a las mujeres de la corte y a todas las que quieran unirse a mi destino, para viajar al nuevo mundo y saber cómo es que esas mujeres indias reciben a nuestros hombres. Debemos viajar para descubrir en los deseos, la semilla que llevan los hombres que se están volviendo dioses.

Ya han pasado dos años de su muerte, y en estos caminos de agua se han borrado sus pisadas de asombro; porque fue por 1506 el año en que falleció tu padre, le dice en alta mar, a su importante marido. Diego Colón ve una procesión de peces gordos enrumbarse por la ruta que abrió su padre para que se precipitaran nuevas embarcaciones.

No te olvides que llevamos la misma sangre, y que somos dos destinos metidos en los mismos mares, le responde Diego Colón, que enhiesta su propio mástil como el Segundo Virrey de Indias, por herencia que le corresponde de su padre. Tampoco olvides que mi padre y mi tío también fueron primos del Rey Fernando por parte de mi madre. Tu padre, Don Hernando de Toledo debe estar satisfecho.

María Álvarez de Toledo llega a La Española en Julio de 1509. Su marido tiene que volver a vestirse cada rato con ropas de metales y forrarse el pecho con sus brillantes armaduras. Conoce otras formas de practicar el amor con esos trajes. Se pone el casco con dos plumas y aúlla humillaciones a los indios y a los encomenderos. María Álvarez decide que tiene que asumir su rango de Virreina de Indias durante las ausencias de su marido entre 1515 y 1519. Los peores líos que afronta le son causados por sus encomenderos.

Entre las divagaciones que han aventado los huracanes del Caribe, Diego Colón ha pensado con su noble esposa que Indias, debe ser gobernada bajo dos organizaciones entendidas como repúblicas romanas. Debe haber una república de nobles y otra república de indios. Pero un día se da cuenta que a todos los indios distribuidos en el primer reparto de 1505, ya los habían muerto. Hizo un segundo reparto entre sus allegados y demás exterminadores, y tuvo que cazar más naturales para un tercer reparto por 1514. Su mujer le advierte que en La Kisqueya y en algunas islas del Caribe ya se han formado los dos primeros bandos políticos: El de los hidalgos y el de los realistas. Los hidalgos son los nobles que se creen intocables por sus derechos de conquista, practicados con licenciosos asesinatos. Los realistas no creen en la aristocracia, sino en lo que dispone el Rey y la santa religión cristiana, que se vuelve letra muerta entre analfabetos que leen tan solo las letras de la pólvora; y que es lo que tampoco hacen caso los hidalgos. Los indios van comprendiendo que Hidalgos y realistas son bastardos paridos por una sola madre.

María Álvarez, a pesar de las armaduras, ha logrado engendrar siete hijos con su creyente esposo: Felipa, Luis, María, Juana, Isabel, Cristóbal y Diego Colón Toledo. Está segura que va a tener tantos nietos como nobles perversos necesita el nuevo mundo. Queda viuda en 1526 y sustituyó la memoria de su marido con muchos emprendimientos. Hay que fomentar la traída de esclavos africanos al Caribe porque los indios están diezmados, piensa, y ella misma se asocia desde 1536 con desalmados traficantes.

Un día decide leerles lo que ha escrito adulonamente Fray Bartolomé de las Casas sobre su marido:

“Fue persona de gran estatura, como su padre, gentil hombre y los miembros bien proporcionados, el rostro luengo y la cabeza empinada, y que representaba tener persona de señor y de autoridad. Era muy bien acondicionado y de buenas entrañas, más simple que recatado ni malicioso; medianamente bien hablado, devoto y temeroso de Dios y amigo de religiosos, de los de San Francisco en especial, como lo era su padre, aunque ninguno de otra orden se pudiera dél quejar y mucho menos los de Santo Domingo. Temía mucho de errar en la gobernación que tenía a su cargo; encomendábase mucho a Dios, suplicándole lo alumbrase para hacer lo que era obligado.”

Declaraciones de tiranía

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Cronista Oficial de Ambato

Me han dicho que ignorándome van por el camino que les conduce a reducir mi libertad. Les advierto que los dos son caminos muy largos. Que ellos vayan por el suyo pregonando sus ignoranteces, nadie les quita su derecho. Mi libertad no está cansada ni se fatiga porque tiene nuevas palabras en cada una de sus pisadas. En una sociedad enferma, llena de lepras y de lacras, el afeite y el maquillaje, les queda bien a los cadáveres que aman la trascendencia de sus efímeras muertes, cosa diferente a buscar alguna trascendencia de dignidad con sus vidas. Alzando una copa, brindan por el silencio eterno que creen que le pertenece al vecino. Desventurados ellos los que creen que la vida está en los bolsillos. Bienaventurados ellos, quienes manejan el erario público. Bienaventurados de otro modo, los que entienden que la palabra salva al sujeto de la barbarie. Las verdaderas estrellas no alumbran con luces prestadas ni con discursos redactados por subalternos.

Frente a una desbordante demagogia conviene una auto declaración de tiranía. Igual que los demagogos dulcifican sus venenos, y los vuelven aptos para el consumo masivo, una nueva tiranía se vuelve necesaria hasta que, luchando cuerpo a cuerpo en procura de desnudar a la vergüenza, camine triunfante, devolviendo el pudor a la sangre, y se reencuentre con el germen de la dignidad humana. Todos tartamudeamos la vida porque nos equivocamos de verbos. Muchas veces confundimos trabajar con ordenar, seleccionar con acomodar, respetar con silenciar, cantar con contentar. Todos tartamudeamos equilibrios creyendo que la justicia está en la ley; creyendo en el hombre que viaja con su brazo extendido irrespetando la razón y portando su simbólica balanza en el día y en la noche. Esta alerta puede ser también una declaración de tiranía para los que llevan la balanza, pero con el un ojo ya sin la venda, cuando anteponen el poder a la justicia.

Las palabras: para algunos, significan ampliación de sus libertades; para otros, su reducción. ¿Comprenden que mi tiranía es el germen de un tormento? Es posible que necesitemos de una nueva tiranía proveniente de una reconceptualización de una locura de buena fe. Las sociedades no fueron paranoicas del mismo modo a través de la historia. Las locuras también han ido evolucionando porque también lo han hecho mucho más las patologías. Michael Foucault las contrasta y relaciona con las filantropías. Los demagogos, por ejemplo, se vuelven filántropos, generosos cuando quieren volver al poder, a disponer con sus autorizaciones de los dineros presupuestarios que pertenecen al erario nacional. El monarquista ofrecía “mercedes” o gracias disponiendo, con su convencimiento, que estaba actuando como un agraciado de generoso corazón. Los monarquistas también fueron unos disfrazados de filántropos que se condolían de algún sujeto de débil condición. De no someterse a esta paranoia hay que ver a un opositor de la supuesta bondad como a un depredador de rebeldías, entendidas desde su focalización anquilosada. Todas estas palabras lo que buscan es explorar lo razonable. Detengámonos, como el filósofo, a cuestionar los niveles con que enfrentamos en estos tiempos nuestras convicciones sobre la locura. No se trata de definir, sino de denunciar las cosas que atañen al espíritu “mostrando una plétora de pruebas que (un sujeto) tiene la cabeza vacía, (y que) está invertida” (M. Foucault). He puesto de por medio el concepto de tiranía para des-satanizar la semanticidad congelada. En estos tiempos vale lo férreo de un tirano justiciero, dispuesto a enfrentarse a arcaicos beneficiarios que no se resignan a perder sus equilibrados esquemas de valores. Amenazados los placeres, surgen los tiranos, los martirizadores, pero de vergonzantes convicciones. Por ello conviene reflexionar que debemos asumir que, si “existe una conciencia de la locura”, lo debe haber también sobre eso de calificar de tiranía a lo que nos disgusta. En este camino sabemos que hemos de encontrarnos con los insensatos.

El Problema de lo falso en la textualidad de nuestra historia

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Cronista Oficial de Ambato

Elegí esta categoría de metalenguaje para ubicarme en un mundo de contradicciones de saberes en el que nos movemos. Lo falso como acepción opuesta a quienes abundan en información descargable, vista por semiólogos contemporáneos, se vuelve un criterio humanizante, porque se opone a quienes pueden asumir que sus saberes enciclopédicos los convierten en dioses controladores de la “omnisciencia intuitiva”. La historia debe ser entendida como una disciplina que sirve para “lo que debe ser” el sujeto del futuro, y no solo para tener la versión de lo que es o fue una verdad del pasado, como objeto analizable.

Enfrentar como premisa que existe “el problema de lo falso” como un punto de apoyo o un camino para el descrédito premeditado de lo estatuido, con varios análisis ya desarrollados en la crítica literaria, me ha animado a dedicar estas líneas respaldadas en mi formación semiológica.

En historia, más que en ninguna otra disciplina, se escribe para convencer, para persuadir, para conminar en el ejercicio de los razonamientos. El sujeto lector de historia se prepara no solo para ser informado, sino para ser condicionado y casi que para quedarse desarmado ante la narración de alguna “verdad” novedosa. Pero es el caso que el receptor también ha sido mentido (por falta de investigación), engañado (por las sutilidades de la tendencia ideológica) manipulado (por la difusión, ocultamiento o publicación de textos direccionados), avasallado (por las élites económicas adueñadas del conocimiento y su estatus socioeconómico), impotente, (ante la falta de capacitación y acceso a fuentes directas de conocimiento), y frustrado (ante el menú de supermercado de élite que oferta los productos de los círculos aureolados que difunden sus saberes). Esto y mucho más, también opera en la estructura del Estado, donde se deber ver todos los estamentos administrativos que manejan poder decisorio y presupuestario, que hacen que el gran público lector, viva en las redes, muchas veces de las mediocridades preferidas por superiores repletos de incultura histórica, del anacronismo, del egolatrismo, del anquilosamiento ideológico y otros males ineludibles que hasta constituyen perfiles de la democracia y que llevan a subirse a los ejes del poder a quienes son adversarios a la inversión en tópicos de la cultura. ¿Qué otra cosa hacen o no hacen las empresas editoriales? ¿Acaso no tienen la misma complicación que la prensa irresponsable que defiende intereses de círculos aureolados de poder? ¿Acaso no se pre fabrican intelectuales desde las esferas de marketing?

Del lado del destinatario, los productos ofertados afectan al indefenso imaginario colectivo, que es quien recibe la descarga de contenidos sin mayor valoración crítica. El historiador nato debe ejercitar “justificativos” para consolidarse en un imaginario de lectores críticos. Caso contrario, bastará la fábula para conquistar “emociones” que encubran los sofismas con que se les conforma a lectores ingenuos. Pero antes que la suspicacia del pensamiento nos lleve por senderos prejuiciados, diré que en nuestro tiempo, la novela (como hecho narratológico) ha surgido y sigue resurgiendo como un discurso contestatario, desacreditador y fustigador a la manipulación histórica ejercida por el abuso de la ideología del poder y de su orientación doctrinaria.

La novela, fabulando la propia historia, conquista lectores que dejan de lado “verdades” contadas por autores interesados y formados en sus dogmatismos de clase. Dicho esto, han entrado en competencia los mitos, entendidos como verdades a medias, tanto los de la historia como los de la literatura. Es como si ocurriera un enfrentamiento convergente entre falsarios. Puede ocurrir que se quiera desbaratar la credibilidad del historiador. Entonces gana terreno la literatura. Si el investigador-historiador adopta una posición científica, ridiculizará al mito literario. Pueden entonces surgir criterios en mutua viceversa. Digamos como hipótesis falsa que se ha puesto a la historia y a la literatura al mismo nivel mítico, como un primer paso del referido descrédito.

Conviene desacreditar a las esfinges para derrumbar los ídolos. Derrumbado el monumento levantado por los patriarcas del saber, quedan en el descrédito y en el ridículo los escultores de ídolos de barro. La tarea va larga, porque en tratándose de nuestra historia hispanoamericana, los famosos cronistas de las Indias andan tambaleándose en sus tumbas porque muchos nos han mentido, y han sido desenterradas sus adulaciones a benefactores de turno (igual que ahora), las crónicas que para muchos ingenuos han sido libros tenidos como biblias inamovibles y sagradas.

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La momia de la iglesia de Sicalpa

Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Cronista Oficial y Vitalicio de Ambato

No ha de ser ni la primera ni la última vez que tenga que encontrarme con una momia. Conozco algunas disecadas, otras que han estado en proceso de desintegración; y hasta algunas frescas que deambulan buscando obsesivamente nichos para medrar y descansar en la inmortalidad, convencidas de haber contribuido con sus paranoias divulgadas como trascendentes.

Ahora estoy intrigado con una momia silenciosa que se cruzó en mi camino hace más de veinte años. Al mirar entre otras, ¿Será esta la del Doctor Don Manuel Vallejo y Villandrando? Recuerdo que al mirarle su cara, mis ojos resbalaron como peñascos sobre los restos de esos pómulos que tenían tierra mezclada con olvido. Cayó mi mirada de un salto que dio desde mis ojos a los repliegues de un tiempo perdido. Tuve un dolor parecido al que siente la luz cuando se choca con la testarudez. No sé si alguien sepa, pero a veces la gente como yo, la que sale a recoger las heridas de la historia, como se recogen granos de las mazorcas maduras de dolores, a veces encuentra gritos perdidos con los que uno se pone a restablecer su pasado, para que el espíritu quede en paz. No se pueden recoger las heridas con las manos, sino con unas esponjas absorbentes que crecen en la memoria, pero en la buena memoria que tienen los que saben de las mallquis. Esto quiere decir que trataré de ver con ojos aborígenes el tiempo recorrido en la contemplación de su pasado.

Estoy casi seguro de haberme encontrado con la momia del Doctor Manuel Vallejo y Villandrando cuando bajé a las catacumbas de la iglesia de Sicalpa la Vieja. Estaba a la diestra, debajo del altar mayor a donde bajamos por unas gradas de piedra, ocultas bajo una tapa grande de tablas con gonces chirriantes que se habían colocado desde 1602. Todavía sus gruesos fémures parecían reclamar a los gusanos la carne blanca y jugosa de sus muslos redondeados que sostenían, como pilastras de mármol, la escultura de su noble cuerpo bañado por los ungüentos aceitosos de la iglesia. Había fragmentos de ropa alrededor de su sacro descarnado. Más bien diré que tenía partes de unos vendajes con unas fajas donde los días y las noches de esa perpetua oscuridad habían pasado como cuentas de un largo rosario rezado a saltos por decenios. Los trapos sobrantes molidos por las letanías de mariposas y polillas, devorados durante siglos, eran gritos secretos de esos inevitables bichos, que se habían ido comiendo su escondida castidad, y se negaban a tener alas por el miedo de convertirse en tonsurados ángeles de las tinieblas.

¿Qué más se puede decir al leer en el testamento?: “Iten declaro que por la piedad de Dios todopoderoso que me ha tenido de sus manos, ni antes de haber obtenido orden sagrada ni después de sacerdote he contraído amistad ilícita de que pueda haberme resultado hijo alguno natural o sacrílego que pueda pretender derecho alguno contra mis bienes. Declárolo así para que conste en todos tiempos. Por la experiencia que tengo, después de muerto un hombre, por temeroso que haya sido de Dios y amante de su buen nombre y fama, suelen maquinarse falsos testimonios, intentando y procurando tener parte en las herencias, para que, como esto ha sucedido con otros, lo intentase alguno después de mi fallecimiento, mis albaceas y herederos pongan todo esfuerzo posible en defender mi honor conforme a derecho, sacrificando para este efecto, y gastando si necesario fuere, todo mi caudal. Declárolo así para que conste.”

Al mirar de nuevo lo que quedaba de su momia, trataba de encontrar las cenizas de su honor desintegrado; pero ya no quedaba nada de su carne, ni las evidencias del instrumento que delatara su virginidad. El cuerpo debe tener partes nobles que preserven pos morten el honor. Cosas que a él le preocuparon en su vida, divagaba en preguntas que repulsaban los ladrillos del nicho. Entonces iba comprendiendo que el silencio es tan poderoso como la muerte. Pero algo me decía que yo podía volver a dar mi testimonio porque había ido a dar con su testamento.

“Quiero que mi cuerpo sea sepultado en la iglesia y santuario de Nuestra Señora de Sicalpa, donde tengo mi boyada y sepoltura…” es como si yo mismo hubiese vuelto a oír de labios de la momia, a la que, como les voy contando, hace algunos años bajé a ver en las catacumbas de la reconstruida iglesia de Sicalpa la Vieja. Vi varias momias que estaban expuestas como si en una panadería instalada en un cementerio hubiesen sido olvidadas en sus artesas destapadas. Ahí estaban como masas leudantes de la muerte. Estaban recostadas a los costados de los fríos murallones de piedra volcánica, debajo del templo, tratando de conciliar un extravagante sueño después de que pasara nuestra visita. Como les cuento, entramos por unas graditas que estaban ocultas debajo del altar mayor, a donde bajamos con el silencio taponado en nuestros labios, tras la lucecita de una vela que retrocedía su lumbre en dirección de la boca del sótano.

Ahí adentro, todos empezamos a sentir un miedo diferente, muy parecido a una sensación por la resurrección de cadáveres perversos. Era una sensación de un peso oscuro que podía doblegar hasta a los más valientes. Peor si nos apagaban alguna luz de vela con la que el guía o sacristán nos conducía alumbrando los cráneos desmuelados y los pechos vaciados de alguna palpitación sobrante, esparcida en el aire de esos sótanos. Algunas momias, a las que las vi titilantes en ese entonces, estaban envueltas en medio de lo que serían unas gasas y unas fajas, cual se si se tratara de niños alargados desproporcionadamente, y crecidos con el espanto, estirados en las oscuridades de ultratumba. Tenían las bocas entreabiertas llenas de telarañas a donde se decía que no entraban ni las ratas; y por donde se habría escapado el alma para nunca más volver.

Recuerdo claramente que cuando salí de la iglesia de Sicalpa la Vieja, me encontré con un indio que arreaba un grupo de bueyes hacia los potreros que crecían a espaldas de ese templo de piedras, recordado actualmente como la archibasílica, que lo habían levantado sobre la colina, con la idea segura de que su torre y la presencia de la iglesia tuviera la necesaria solemnidad. Creo que han pasado un par de décadas desde aquella visita. Pero recordando las cosas de nuestra memoria aborigen, dejo la hipótesis que, de seguro la iglesia debió haberse levantado sobre una “huaca” de las tantas que tenían los nativos para sus adoraciones.

Resulta que ahora he ido a dar con el testamento de la momia que me quedó mirando con sus ojos vaciados. Tengo la idea exacta de que son sus palabras las que releo con pasión: “Quiero que mi cuerpo sea sepultado en la iglesia y santuario de Nuestra Señora de Sicalpa, donde tengo mi boyada y sepoltura…” ¿Por qué tenían que encontrarme los bueyes al costado de la iglesia, justo después de yo haber salido de su sepultura? Rumiaban el pasto crecido entre las piedras derrumbadas y sobrantes del cataclismo que había botado al suelo los ídolos de la fe superpuesta.

Leyendo el testamento y mirando su nerviosa firma al final del mismo, tengo la rara sensación de la pena que deben sentir por la muerte, quienes creen que la tarea vital no está cumplida. Debe ser duro pensar que hay quienes se quedan en este mundo, sin saber ni descubrir siquiera sus verdaderos cometidos vitales. El Doctor Manuel Vallejo y Villandrando murió desconfiando hasta de los demás curas incompetentes; y hasta sospechaba que se robarían las alhajas y las joyas con que el moribundo había engalanado a sus vírgenes. Dice que fue “Vicario Juez Eclesiástico del Convento de Monjas Conceptas… Hijo legítimo del General y Gobernador de las Armas Don Miguel Vallejo Peñafiel y de doña Josefa Villandrando, vecinos que fueron de esta villa de Riobamba.” Su madre debió haber dejado un raro “vacío” para que su padre se haya vuelto a buscar a una compañera para el resto de su vida. Esta fue doña Mauricia Cisneros.

Seguro que una de estas “reliquias” que me mostraron en Sicalpa debe haber sido la larga momia del Doctor Manuel Vallejo y Villandrando; muerto, quien sabe a más tardar, un año después de haber hecho este testamento, por 1778. Sabemos que desde los inicios de los años 1600, esta iglesia fue repletándose de momias de curas y hacendados que bajaban a quedarse en los sótanos del templo, con la cara hacia arriba, tan solo expuestos en una plataforma de madera dentro de unos nichos laterales, donde se los podía ver de pies a cabeza, con la cara destapada, bajo esas concavidades de piedra fría de casi un metro de ancho. Pero esto es un decir, porque entre restos de vendas solo pude ver huesos de humo imposibilitados de transformarse en hollín. Eran testimonios de varias momias yacentes en los sótanos de la iglesia de Sicalpa, remurientes por la humedad.