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Fernando Savater: El influjo del pensamiento claro

Por: Enrique García-Máiquez

El filósofo español Fernando Savater © Wikimedia Commons

Fernando Savater

La indiscutible influencia social, política y cultural de este filósofo se debe a la calidad de su prosa y a su compromiso ético y cívico.

[Este es el tercer perfil de la serie «Influyentes», una selección de algunos de los pensadores que más huella están dejando en nuestra sociedad].

Fernando Savater fue escogido en 2013 entre los 65 pensadores más influyentes del mundo por la revista británica Prospect, que computó 10.000 votos de más de cien países. Pero lo peculiar de nuestro filósofo es que su influencia no se debe ni a sus cátedras (que él siempre se ha tomado cum grano salis: «He vivido de la Universidad, pero nunca para la Universidad ni siquiera realmente en ella») ni al abrumador peso cuantitativo de sus muchas decenas de libros ni siquiera al sinfín de premios y reconocimientos que jalonan su trayectoria.

Su influencia nace de la claridad de su juicio, expresada en una prosa excelente, puesta además en práctica biográfica en vibrantes compromisos públicos. De entre todos los contagiosos libros de ética de Savater, su vida es el principal y el más vigorosamente argumentado.

Su defensa de la prosa clara y útil frente a los experimentalismos de ciertas narrativas vanguardistas (léase La infancia recuperada, 1976), al margen de las demagogias pedagógicas (El valor de educar, 1997) y siempre contra el alambicamiento filosófico de campanillas (Mira por dónde, 2003), le han ganado el agradecimiento de muchos lectores aliviados. Sus libros no sólo se han vendido muy bien, sino que se han leído de verdad. Savater sirve, por tanto, de contrapeso a la añoranza del intelectual influyente que Mario Vargas Llosa detecta como signo de nuestro tiempo.

No habría llegado a tanto público si no hubiese encontrado un cauce natural en el ensayo periodístico

No habría llegado a tanto público si no hubiese encontrado un cauce natural en el ensayo periodístico. Ha contribuido a mantener viva la llama del columnismo español de alta calidad literaria y densidad filosófica, en la estela de un Ortega y Gasset.

A la vez, por su compromiso político, ha sido un émulo de Unamuno, como él mismo se ha descrito: «“ni de los hunos ni de los otros”. Sólo los que fusilan, los que torturan, los que buscan aterrar y desdeñan convencer, me han tenido siempre visceralmente en contra». El peso de su activismo podría llegar a eclipsar, a ojos del observador precipitado, su influencia como pensador, pero eso significaría olvidar el orden de sus factores: «No concibo que el pensamiento facilite la vida; la arriesga, la compromete». Su actividad pública es el corolario de su pensamiento, y éste el precipitado de una manera muy quijotesca de leer. No ha dejado de reconocerse (La tarea del héroe,1982) como un personaje salido de sus novelas y cómics.

Una consecuencia de su optimismo congénito ha sido la generosidad intelectual

Ha denunciado lo que el pesimismo tiene de atajo a la comodidad: «Nunca faltan quienes están deseando escuchar de fuente autorizada que este mundo es una mierda sin remedio para confirmar que hacen bien en no molestarse». Con talante ortodoxamente chestertoniano (cosmovisiones aparte), sostiene: «La alegría no es la conformidad alborozada con lo que ocurre en la vida, sino con el hecho de vivir»; y ha añadido: «Mientras dure la vida y el dolor resulte soportable, no hay que dar por perdida la aventura». Cioran se dio cuenta y en una dedicatoria le escribió: «A F. S., agradeciendo los esfuerzos que hace por ser pesimista». Una consecuencia de su optimismo congénito ha sido la generosidad intelectual. Nadie ha admirado mejor que él, a Voltaire y a Cioran, claro, pero también a tantos escritores en sus antípodas ideológicas: Chesterton, Borges, y Nicolás Gómez Dávila, a los que ha dado un salvoconducto intelectual entre nosotros.

Desde la muerte de su mujer, Sara, no tiene que hacer ningún esfuerzo para fingirse pesimista. Se muestra desolado. Sin embargo, ese amor inmortal no deja de ser un testimonio involuntario, pero impresionante, de la permanencia de lo mejor del espíritu humano. Tiene un centro secreto e inalterable de alegría y esperanza. Como toda su obra y su vida.

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La educación como ejercicio sustancialmente solidario

"El valor de educar". Fernando Savater. Ariel, 2018, 232 págs.

(Extractos de “El valor de educar”)

“El valor de educar”. Fernando Savater. Ariel, 2018, 232 págs.

«El hombre llega a serlo a través del aprendizaje. Pero ese aprendizaje humanizador tiene un rasgo distintivo que es lo que más cuenta de él. Si el hombre fuese solamente un animal que aprende, podría bastarle aprender de su propia experiencia y del trato con las cosas. Pero si no tuviésemos otro modo de aprendizaje, aunque quizá lográramos sobrevivir físicamente todavía nos iba a faltar lo que de específicamente humanizador tiene el proceso educativo. Porque lo propio del hombre no es tanto el mero aprender como el aprender de otros hombres, ser enseñado por ellos. Nuestro maestro no es el mundo, las cosas, los sucesos naturales, ni siquiera ese conjunto de técnicas y rituales que llamamos “cultura”, sino la vinculación intersubjetiva con otras conciencias.

El destino de cada humano no es la cultura, ni siquiera estrictamente la sociedad en cuanto institución, sino los semejantes

En su choza de la playa, Tarzán quizá puede aprender a leer por sí solo y ponerse al día en historia, geografía o matemáticas utilizando la biblioteca de sus padres muertos, pero sigue sin haber recibido una educación humana que no obtendrá hasta conocer mucho después a Jane, a los watuzi y demás humanos que se le acercarán… a la Chita callando. (…) El destino de cada humano no es la cultura, ni siquiera estrictamente la sociedad en cuanto institución, sino los semejantes. Y precisamente la lección fundamental de la educación no puede venir más que a corroborar este punto básico y debe partir de él para transmitir los saberes humanamente relevantes.

Por decirlo de una vez: el hecho de enseñar a nuestros semejantes y de aprender de nuestros semejantes es más importante para el establecimiento de nuestra humanidad que cualquiera de los conocimientos concretos que así se perpetúan o transmiten. De las cosas podemos aprender efectos o modos de funcionamiento, tal como el chimpancé despierto —tras diversos tanteos— atina a empalmar dos cañas para alcanzar el racimo de plátanos que pende del techo; pero del comercio intersubjetivo con los semejantes aprendemos significados.

(…)  No es lo mismo procesar información que comprender significados. Incluso para procesar información humanamente útil hace falta adquirir ni sostener en aislamiento, sino que depende de la mente de los otros: es decir, de la capacidad de participar en la mente de los otros en que consiste mi propia existencia como ser mental. La verdadera educación no sólo consiste en enseñar a pensar, sino también en aprender a pensar sobre lo que se piensa y este momento reflexivo —el que con mayor nitidez marca nuestro salto evolutivo respecto a otras especies— exige constatar nuestra pertenencia a una comunidad de criaturas pensantes. Todo puede ser privado e inefable —sensaciones, pulsiones, deseos…— menos aquello que nos hace partícipes de un universo simbólico y a lo que llamamos “humanidad”.

Hasta tal punto es así que el primer objetivo de la educación consiste en hacernos conscientes de la realidad de nuestros semejantes. Es decir: tenemos que aprender a leer sus mentes, lo cual no equivale simplemente a la destreza estratégica de prevenir sus reacciones y adelantarnos a ellas para condicionarlas en nuestro beneficio, sino que implica ante todo atribuirles estados mentales como los nuestros y de los que depende la propia calidad de los nuestros. Lo cual implica considerarles sujetos y no meros objetos; protagonistas de su vida y no meros comparsas vacíos de la nuestra.

El sentido de la vida humana no es un monólogo, sino que proviene del intercambio de sentidos, de la polifonía coral

El poeta Auden hizo notar que “la gente nos parece ‘real’, es decir, parte de nuestra vida, en la medida en que somos conscientes de que nuestras respectivas voluntades se modifican entre sí”. Ésta es la base del proceso de socialización (y también el fundamento de cualquier ética sana), sin duda, pero primordialmente el fundamento de la humanización efectiva de los humanos potenciales, siempre que a la noción de «voluntad» manejada por Auden se le conceda su debida dimensión de “participación en lo significativo”. La realidad de nuestros semejantes implica que todos protagonizamos el mismo cuento: ellos cuentan para nosotros, nos cuentan cosas y con su escucha hacen significativo el cuento que nosotros también vamos contando… Nadie es sujeto en la soledad y el aislamiento, sino que siempre se es sujeto entre sujetos: el sentido de la vida humana no es un monólogo, sino que proviene del intercambio de sentidos, de la polifonía coral. Antes que nada, la educación es la revelación de los demás, de la condición humana como un concierto de complicidades irremediables.»

 FUENTE:  https://www.nuevarevista.net/destacados/fernando-savater-el-influjo-del-pensamiento-claro/

Enrique García-Máiquez (Murcia, 1969). Estudió Derecho en la Universidad Navarra y lo enseña en un instituto de secundaria de Puerto Real. Ha publicado cuatro libros de poesía, el último es “Con el tiempo” (2010), tres dietarios (el más reciente, “Un largo etcétera”, 2017), dos colecciones de sus columnas periodísticas (la última, “Un paso atrás”, 2012), un libro de aforismos, “Palomas y serpientes” (2016) y un brevísimo cuadernillo de haikus, “Alguien distinto” (2005). Tiene en prensa “El burro flautista”, nueva colección de columnas periodísticas. Ha traducido a Mario Quintana, a G. K. Chesterton, en prosa y en verso, y el “Tomás Moro”, de William Shakespeare, nada menos, y de otros. Codirigió la revista literaria “Nadie parecía” y escribe crítica de poesía en diversas revistas especializadas. Mantiene el blog “Rayos y truenos”.

El deber moral de ser inteligente

Por: Enrique García-Máiquez

No había visto nada igual desde que paseé por los pasillos del instituto de enseñanza secundaria donde enseño con La profundidad de los sexos de Fabrice Hadjadj bajo el brazo. El título de este último libro de Gregorio Luri (Azagra, 1955) también ha despertado la casi impertinente curiosidad de todos (alumnos, padres, profesores) con los que me cruzaba. Si en el primer caso se sentían interesados, con El deber moral de ser inteligentes se sentían interpelados.

Luri se apresura a reconocer que el título no es suyo, sino de John Erskine (fundador de la Universidad de Columbia), que escribió en 1914 The moral obligation to be intelligent. Sugiere Luri que Concepción Arenal y Jaime Balmes esbozaron la idea antes que Erskine. En La instrucción del pueblo, Arenal advierte de que permanecer voluntariamente en un estado de letargo intelectual equivale a «mutilar la existencia». La anécdota del título del libro nos da, si la extrapolamos, la categoría de Gregorio Luri. Primero, su infalible olfato lector, capaz, en este caso, de identificar un título que es un lema de poderoso atractivo. Luego, la honradez de jugar siempre con sus fuentes encima de la mesa. A renglón seguido, la capacidad de remontar cualquier originalidad hasta los orígenes. Pero lo más importante es su determinación para poner en práctica lo que lee y escribe. Y un paso más: su habilidad para involucrarnos. Los libros de Gregorio Luri tienen mucho de llamada a la acción, en este caso, de empujar a la inteligencia.

El deber moral de ser inteligentes consiste en una colección de artículos y conferencias con el denominador común de la pedagogía, campo en el que Gregorio Luri es un experto de reconocimiento internacional. A diferencia de lo habitual con este tipo de libros recolectores, aquí nunca decae la intensidad ni el interés ni la coherencia. Gregorio Luri ha demostrado ser un ensayista de mucho empaque —Erotismo y prudencia: biografía intelectual de Leo Strauss (Encuentro, 2012); La escuela contra el mundo (Ariel, 2015); Introducción al vocabulario de Platón (Siltolá, 2015); Elogio de las familias sensatamente imperfectas (Ariel, 2017); etc; pero es, quizá antes, un comunicador sobresaliente. Estas conferencias cumplen al pie de la letra la máxima horaciana de instruir deleitando, y trasladan al papel el tono cordial de su voz.

La lectura no resulta repetitiva porque, aunque el libro no sigue el camino rectilíneo de la argumentación ensayística, logra un armónico expandirse en círculos concéntricos. Los temas van ensanchándose de conferencia en conferencia, sin monotonía o redundancia. Lo consigue gracias a un estilo que aúna amenidad y ambición intelectual. El texto sobre la negligencia es prodigioso: maravillosamente escrito, con gran pulso narrativo y una in-formación ingente, marca de la casa, que redunda en un imperativo moral: el trabajo es mucho más divertido que la indolencia. Lo que queda demostrado, además, con el propio artículo, tan trabajado, fascinante y rematado con donosura: «La condena de quien no hace nada es que nunca puede darse un descanso».

El reto de conseguir la atención

¿Cuáles son esos temas concéntricos? Primero, la crítica constante a los datos y los tópicos indiscutidos. Oímos repetir sin pausa que el 65% de los niños actuales acabarán trabajando en sitios que ni imaginamos. Luri comenta:

«Nadie nos explica nunca cómo ha conseguido obtener datos tan precisos sobre un futuro del que, por supuesto, sabemos tan poco». Cuando acepta un dato, no se queda en él, sino que extrae conclusiones. Si el Informe Pisa de 2009 constata que los profesores gastan como media el 20% del tiempo de clase en sofocar las pequeñas interrupciones, Luri concluye: «Es decir, de los cinco días lectivos semanales uno lo dedicamos a intentar poner orden». Por último, no se deja impresionar por la originalidad de las teorías. Se atreve a denunciar que «lo novedoso parece sustituir a lo bueno en el orden de nuestros valores». No solo desmonta tópicos, también actitudes: «Hoy en el mundo de la educación nadie parece molesto si le dices que está equivocado, pero se deprime si sospecha que está anticuado».

Liberado, dedica su atención a un valor tan poco original como a la atención. El reto pedagógico más importante del presente consiste en educar la atención: «la llave de acceso a nuestra inteligencia». Vacunado de novedades y novelerías, puede leer con provecho a Jaime Balmes, nada menos: «Un espíritu atento multiplica sus fuerzas de una manera increíble; aprovecha el tiempo, atesorando siempre un caudal de ideas; las percibe con más claridad y exactitud; y finalmente las recuerda con más facilidad, a causa de que, con la continuada atención, estas se van colocando naturalmente en la cabeza de una manera ordenada». Balmes añade una consideración más ética, que se compagina bien con el tono moral del libro de Luri. Quien es atento resulta, encima, «más urbano y cortés. […] Es bien notable que la urbanidad o su falta se apelliden también atención o desatención».

La pulcritud intelectual

Esas buenas maneras, Luri las eleva a rango de mejoras educativas. Se declara ferviente partidario de una innovación pedagógica: la de la puntualidad de los profesores, que evitaría lógicos desórdenes de convivencia y pérdidas absurdas de tiempo. Y partidario de otra innovación: la de los pasillos limpios, que servirían de correlato objetivo de la pulcritud intelectual.

No hay que sacar la impresión de que Gregorio Luri se contenta con exponer con encanto lo evidente. Ya hemos hablado de lo bien pertrechado de datos y de estudios que llega a sus conclusiones. Él viene de casa con la tarea hecha. Pero, a cambio, nos manda más tarea. Defiende una educación que ponga al alcance del alumno la excelencia.

«Un maestro es», recalca, «el amante celoso de lo mejor que puede llegar a ser un alumno».

Por eso, reacciona contra esa «tolerancia represiva», en palabras de Herbert Marcuse, que, a fuerza de pensamiento débil y de absolutizar el relativismo, termina educando contra el amor a la verdad. Solo desde el respeto a los hechos y el cuidado de las palabras («los seres humanos estamos hechos de palabras», subraya Luri) podemos hacer algo noble con nosotros mismos. Ese empeño, que Rob Rieman llama «nobleza de espíritu», Gregorio Luri lo llama «humanismo», aunque son dos gotas de agua. No es extraño que ambos pensadores coincidan en citar con veneración a Jan Patocka, que en Platón y Europa insistía:

«El cuidado del alma no tiene por finalidad el conocimiento, sino que el conocimiento es para el alma un medio de llegar a ser lo que puede ser, de alcanzar lo que aún no es por completo».

FUETE: https://www.nuevarevista.net/libros/el-deber-moral-de-ser-inteligente/