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Ética en las aulas: Más allá de la transversalidad

Una de las cuestiones más relevantes –y a la vez controvertida- que incorpora la nueva ley educativa en España (LOMLOE: Ley Orgánica de Modificación de la LOE, esto es de la Ley Orgánica de Educación de 2006), es la incorporación de la asignatura Educación en Valores Cívicos y Éticos, que se incluirá dentro del bloque de materias obligatorias de 4º curso de Educación Secundaria Obligatoria. Si bien es cierto que, sólo con escudriñar el título cualquiera puede entender la significatividad de incorporar en el ámbito de la educación obligatoria contenidos vinculados a lo social –y a lo político-, a saber, la igualdad de género, los derechos de los animales, el uso responsable de las redes sociales o la importancia y el valor social que adquieren los impuestos, la controversia ha surgido en esta ocasión por el hecho de no incluir en el plan de estudios, además de la citada asignatura, una materia específica (Ética) de exclusivo perfil filosófico. ¿Qué quiere esto decir? ¿Que la asignatura de marras no es lo suficientemente inclusiva y transversal para abarcar, entre cuestiones de derechos humanos y constitucionales, el principio de eticidad de Hegel, la máxima de Kant o el debate ideológico que gira en torno al concepto de democracia según Habermas? Probablemente sea así. Veamos.

Vaya por delante que, como tantas veces hemos explicado, sirve de poco memorizar derechos o visualizar superficialmente la dureza que supone no poder comer diariamente, mientras en otros lares se habla de globalización y la gente se suscribe a Spotify. De nada sirve hablar de porcentajes, ya sean los vinculados a lo que se destina a construir un hospital o los que año tras año han ido apareciendo en los libros de Economía cuando se habla de pobreza y desigualdad. Todo eso quizá esté muy bien para agitar la mente de un adolescente unos segundos de su vida, pero de nada sirve si a esa o ese joven se le niegan las herramientas para que empiece a construir sus propios esquemas mentales; para que, por ejemplo, bucee en la vida de las personas que en España o en cualquier lugar del planeta viven con menos de 1 euro al día. De esa manera, tal vez empatice con el oprobio y la desesperanza que aturden la vida de estas personas; tal vez entienda que la pobreza, lejos de ser un porcentaje, es la consecuencia de anteponer unos derechos a otros; quizá, en esa cabeza se genere cierto dilema moral desde el que plantearse la posibilidad de cambiar las anquilosadas dinámicas sociopolíticas y económicas que nos han traído hasta aquí… En definitiva, rascar un poco más en esa tierra húmeda, para transitar del “debo hacer esto o aquello” al “¿Por qué debo hacer esto o aquello?” Y es ahí donde la Ética –y la Ética como asignatura- adquiere la relevancia que se le exige.

Durante mis clases en la universidad me llego a poner bastante riguroso en una cuestión: quiero que mis estudiantes se hagan más preguntas y den menos respuestas. Me es difícil romper esa dinámica que cada una de esas personas que tengo delante ha instalado en su software humanista durante tantas y tantas horas en un sistema educativo basado, no sólo en dar respuestas, sino en buscar la respuesta única. Mientras tanto, como si fuésemos en un auto descapotable que nos permite mirar –pero no observar- en derredor, avanzamos empapándonos de conformismo, insolidaridad, obediencia ciega para sacar cualquier rédito…, pero también vamos absorbiendo e interiorizando lo que significa ser personas libres, equitativas, solidarias, justas, y quizá, hasta democráticas. Todo eso que sucede paralela e inevitablemente a la instrumentalización del conocimiento, nos cueste más o menos aceptarlo, forma parte de nuestro proceso de socialización e imbricación en el espacio comunitario. Por ello es necesario que, en nuestras aulas, además de transversalizar la Ética, contemos explícitamente con una materia de Ética, con contenidos que vayan más allá de la mera instrumentalidad; que permita despertar y desarrollar el arte de interrogar la realidad; que contribuya a reflexionar y desconfiar de los tópicos y las creencias sin fundamento; que potencie la construcción de los mimbres sobre los que se ha de sustentar una sociedad considerada formalmente democrática. Entre otras razones, porque los saberes meramente científicos que subyacen de un proceso educativo basado únicamente en dar respuesta a todo, carecen de sentido si no existen guías éticas y políticas explícitas que los articulen.

 

Y entre tantas cosas, ¿para qué la escuela?

 

Por: Juan Almagro (PhD)
Universidad de Almería (España)

Cuando se cumple algo más de un año desde que la pandemia dejó pasillos y aulas vacías en los centros escolares, el tiempo nos brinda la oportunidad de mirar por un retrovisor que nos muestra las carencias y, a su vez, los desafíos más palpables a los que se enfrenta el espacio socioeducativo. En este sentido, podríamos emplear cartuchos de tinta enumerando y profundizando en las múltiples carencias que emergen del funcionamiento de los sistemas educativos; de la misma forma, los retos a los que este se enfrenta provocarían que este texto se extendiese más de lo preciso. Así, en aras de respetar los requisitos editoriales y no abrumar al lector/a, quisiera acotar mi artículo a una cuestión, quizá recurrente, pero que siempre subyace cuando hablamos de educación desde una perspectiva crítica: me refiero a la revisión de lo que se hace en las escuelas.

Puede que algún/a docente que lea esto recuerde vagamente qué contenido trabajaba hace un año, en vísperas de lo que se nos venía encima. Quizá el sujeto y predicado; las operaciones para obtener común denominador; las diferentes secuencias que nos ofrece el verbo to be; o los animales invertebrados, parte I. Es más probable que tú, docente, rememores de una manera más nítida el desconcierto que provocó abandonar aquellas plácidas y recurrentes clases, que en muchos casos conducen hacía un tedio que meses después echases de menos. Es muy posible que, ya en casa, sentada/o frente al ordenador, te preguntases quién estaría al otro lado; y acto seguido, también pensases “¿y ahora cómo sigo yo con esto?; ¿cómo voy a enseñarles a elegir el complemento directo desde aquí?”.

Pero no había tiempo que perder, y entre pregunta y pregunta, te ibas inventando las fórmulas más variopintas para mantener el contacto y despertar el interés de tu alumnado. En muchos casos, el frenesí tecnológico te mantenía pegado al portátil, la tableta o el móvil casi en cualquier tiempo y lugar. Es posible que, a pesar de pertenecer a la generación Xboomer, emulases a las/os más famosas/os tiktokers y grabases clips caseros o te inventases algún que otro challenger. Puede que, cuando cada noche te metieras en la cama, tu cerebro intentase ver la conexión entre el reto de la harina y las ecuaciones. Seguramente en más de una ocasión te agobiaste y encontraste en aquello el mismo paralelismo que en el tocino y la velocidad. Pero no pasaba nada, porque también estoy seguro que, antes de dormir, hacías válida la frase que una y otra vez repetías en tu cabeza y que transmitías a tu alumnado: “Todo va a salir bien, estoy aquí, a vuestro lado, y si necesitáis algo me podéis preguntar”. A quienes nos dedicamos a la docencia, sea de cualquier ámbito –de infantil a la universidad- esa parte emocional nos hizo recuperar cierta esperanza, a pesar de las circunstancias. Paradójicamente, nos humanizó y contribuyó a que, en nuestro software pedagógico se activase de nuevo la versión que nos muestra la finalidad –quizá principal- de la labor que realizamos: la de estimular al alumnado para extraer sus miedos e inquietudes; sus debilidades y fortalezas; sus incógnitas y la construcción de sus respuestas…

Entre todo este marasmo de incertidumbres, la época estival nos otorgó un tiempo valiosísimo para revisar qué se estaba haciendo en las escuelas; para concederle a aquellas últimas sesiones del curso anterior, alejadas de la formalidad académica, de los complementos directos e indirectos, la importancia que merecía. Es muy posible que muchas/os de vosotras/os, docentes, hayáis recuperado cierta normalidad en vuestras aulas, y que lo hayáis hecho a costa de restringir las experiencias emergentes con las que cerrasteis el curso académico más extraño de vuestra vida pedagógica –sea más o menos longeva-. Puede que muchas y muchos de vosotras/os, con la vuelta a la presencialidad, sigáis en la misma línea academicista preCovid de antaño; no obstante, es muy probable que, para otras/os tantas/os de vosotras/os, lo vivido recientemente os haya hecho pensar que a la escuela también se va a aprender a vivir, a crecer y a relacionarse, a entender que los conflictos surgen, y que lo prioritario es construir las herramientas para resolverlos; es muy probable, también, que entendieseis que no sirve de nada plantear contenidos alejados de la realidad, y que carece de sentido seguir con el sujeto y el predicado –perdonad mi recurrencia- como si nada hubiese sucedido. Sea cual sea el lugar en el que cada cual se posicione, no perdamos la perspectiva de lo que implica estar donde estamos, y la relevancia que tiene nuestra función de cara a soñar, cada vez con más fuerza, con una sociedad más justa, humana e igualitaria.