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El triunfo de los sabihondos

Por: Manuel Ferrer Muñoz, PhD
España

Corren tiempos difíciles y cuesta mantener viva la ilusión en el día a día, ante la acumulación de malas noticias y el aparente fracaso de los idealistas que sueñan -¿soñaban?- con un mundo mejor. Contemplar el futuro con esperanza es un ejercicio que plantea retos muy difíciles incluso a los más entusiastas.

Vivimos una época propicia para los marisabidillos, los sabelotodos, los pedantes hinchados de autosuficiencia.

La universidad -esa institución que otrora acogía lo mejor y propiciaba la libertad creadora e investigadora- bosteza, aburrida y avergonzada de sí misma, apartando la mirada de los fatuos trepas arribistas, expertos en hinchar sus currícula con supuestos méritos rutilantes, que destellan con el brillo del oropel vano.

No importa lo que se sea ni lo que se valga. Cuentan los ‘méritos’ que pueden pesarse, contarse, medirse. Importan sólo las apariencias.

En busca de una utópica e imposible ‘objetividad’ se han inventado mecanismos supuestamente asépticos y en verdad estúpidos, como la ANECA (Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación) en España, dedicados a la ‘científica’ evaluación, certificación y acreditación de los méritos de quienes aspiran a plazas de docencia-investigación.

Las rigideces, las inconsistencias y la necedad de una pretensión cuantificadora del saber constituyen un terreno abonado para el astuto desempeño de los redichos y repelentes personajillos con los que abríamos estas reflexiones. La cancha queda a su disposición para su personal y exclusivo disfrute, porque el verdadero mérito es incompatible con la ridícula vanidad de quien dedica su tiempo a contar cuántas referencias aparecen a sus publicaciones en artículos de colegas, y se afana -hasta perder el sueño- en obtener constancia del día y hora en que empezó y terminó la impartición de un programa académico, del número de horas que duró un seminario en el que participó, de la indexación de las revistas que acogieron artículos de su autoría…

El pensamiento ha huido de las aulas universitarias y brilla por su ausencia en ese remedo que es la enseñanza virtual.

Un repaso a los cursos de formación online ofrecidos por empresas que, a cambio de suculentos ingresos, participan en la farsa instrumentada por las instituciones de los Estados constituye un ejercicio de autoflagelación intelectual y moral, cuando se palpa el grado de estupidez que destila el obsesivo afán por controlar que se han leído todos los contenidos del programa, que se han hecho los penosos ejercicios de evaluación, que se ha gastado ante la pantalla del ordenador un inconmensurable número de horas.

Convertimos el saber en una mercancía, que se cotiza al alza, y no porque se ame la sabiduría -¡Dios nos libre!-, sino porque el acceso a una certificación que ‘garantice’ la personal valía intelectual es clave para acceder al sistema y poder sestear en él el resto de nuestros días, si se puede, con la única razonable exigencia de no contradecir los valores del sistema ni de pensar por cuenta propia.

Y, sin embargo, el aprecio y la dicha de vivir en libertad resultan incomparables con el mezquino placer que deriva del pesebre lleno a rebosar para satisfacción del asno. Se entiende, pues, que Spinoza, uno de los más comprometidos amantes de la libertad, titulara así el último capítulo del Tratado teológico-político, uno de sus libros más audaces: “En el que se hace ver que en un Estado libre es lícito a cada uno no sólo pensar lo que quiera, sino decir aquello que piensa”.

No olvidemos nunca que la búsqueda sincera y comprometida del saber, de la verdad, sin anteojeras ni cortapisas, nos hace libres. Y no renunciemos a un don tan excelso por un plato de lentejas, como el que sedujo a Esaú y le costó la primogenitura.

La mentira que nos envuelve

 

Por: Manuel Ferrer Muñoz

Nos engañaron. Nos hicieron creer que, con el advenimiento de la Modernidad (occidental), se pasaba la página del oscurantismo en que se había desenvuelto hasta entonces la historia de la humanidad (occidental), maniatada por la Iglesia, una institución que había secuestrado la libre búsqueda de la verdad, temerosa de que la pérdida de ese control amenazara su dominio sobre las conciencias.

Nos dijeron que el Estado, expresión genuina y sin mácula de la Nación, velaría por la libertad y la igualdad; que desterraría la ignorancia y la superstición, al desplazar a la Iglesia en su función educadora, y que garantizaría el predominio de la Luz sobre las rancias tinieblas clericales.

Aseguraron que, con la división de poderes, nunca más un tirano se impondría sobre la voluntad popular; que la democracia revertiría un estado de cosas en que unos pocos privilegiados habían antepuesto sus intereses a los del cuerpo social, y que la representación de la voluntad popular a través de parlamentarios elegidos por sufragio universal consagraría el bienestar de los ciudadanos.

Todo eso era mentira, y ahora lo sabemos y lo constatamos día a día, con el horror que causa la evidencia de que unos cuantos aprovechados se han erigido de modo hipócrita en nuestros benefactores, para beneficiarse ellos mismos de nuestra indigencia inducida, sin que veamos el modo de sacudirnos a esas sanguijuelas.

Ellos roban sin pudor, infringen las mismas normas que nos imponen, pero fingen compadecerse de los desposeídos e idean mecanismos para socorrerlos: infames herramientas que consagran y apuntalan la dependencia de unas clases menesterosas cuyo único recurso es aferrarse a la mano tendida que les ofrece el sistema, repleta de dádivas en forma de subsidios o subvenciones.

Ellos son como dioses, conocedores del bien y del mal; peor aún, ellos deciden qué es lo bueno y qué es lo malo, según sus personales intereses y según los intereses de los que son aún más poderosos que ellos y que a ellos sostienen. Tener es poder, y esos pocos que tienen mucho, muchísimo, pueden hacer de nosotros lo que se les antoje a través de esos espantajos políticos, intermediarios acomodaticios.

Los peleles (tontos útiles y bien comidos) y sus asesores (más listos, aunque menos comilones) idean consignas que repiten hasta el aburrimiento los medios de comunicación: todos los medios de comunicación, porque a todos compran con nuestro dinero, extraído de nuestros míseros bolsillos de mil modos y maneras: impuestos, cobros abusivos, sanciones económicas, comisiones bancarias…

Ya nada les detiene. Incluso han intervenido sobre la libertad de expresión. Si antaño nos dijeron que mentía la Iglesia cuando predicaba la existencia de verdades absolutas, y que estableció la Inquisición para reprimir la libertad de pensamiento, ahora que han copado el poder ya no toleran la disidencia. A los dogmas del catolicismo han sucedido las ‘verdades’ de la Modernidad, irrebatibles, indiscutibles, omnímodas; y el que no las comparta es un apestado social al que hay que marginar, cuando no perseguir.

Hoy te dirán que A es A, y mañana que A es no A. Y has de aceptarlo y entender que, si no lo comprendes, tienes un problema de encorsetamiento mental, de rigidez neuronal. Y, cuando en medio del aturdimiento, empiezas a entrever la mentira, te deslumbran con algo nuevo que, por la urgencia con que se impone, reclama toda tu atención y te obliga a dejar a la zaga preocupaciones por cuestiones que ya quedaron obsoletas. Te dirán que no vuelvas la vista atrás, que el secreto de la felicidad está en el fieri, no en el esse. Y se quedarán tan tranquilos, sonriendo al observar tu cara de bobo.

Idearán herramientas que aseguren la trasparencia y la limpieza de cuanto llevan a cabo, en abnegado sacrificio por la ciudadanía, pero pondrán al frente de los instrumentos encargados de esa tarea de fiscalización a personas de su confianza, que sean leales y que no vayan a ensuciar o entorpecer su buen hacer con investigaciones extemporáneas o melindrosas.

Te hablarán muy serios en ocasiones, con gesto amable siempre, y con voz cálida y acogedora, para persuadirte de que has de dejarte llevar, de que todo es para tu bien. Y te convencerán de que tienes que entregarles tu inteligencia y la inteligencia de tus hijos para que no se extravíen, para que no perturben la paz social, para que nadie ponga en solfa el orgullo de su condición de ciudadano -que no de patriota-, a fin de prevenir heréticas opiniones que contravengan lo que ‘todos’ queremos, lo que ‘todos’ asumimos porque así lo han dispuesto ‘ellos’.

Has de saber, sin embargo, que te engañan.

 

Travesías urbanas de Jacqueline Murillo

Por: Manuel Ferrer Muñoz

Estas Travesías urbanas de Jacqueline Murillo representan tanto una catarsis como una denuncia moral, desde una perspectiva exquisitamente literaria, de una sociedad enferma y corrompida, muchos de cuyos vergonzosos desajustes quedan registrados y desenmascarados con agudeza y valentía, con empatía y sin medias tintas, por quien ha atravesado una y otra vez las calles de la gran ciudad, enfundada en su vocación pedagógica, y ha contemplado con impotencia la podredumbre de un mundo incapaz de acoger a niños engendrados por la calle, sin un hogar capaz de procurarles el calor imprescindible para su maduración como personas. En cuanto catarsis liberadora, las Travesías urbanas -ese ir y venir a todo correr, con los ojos abiertos y el alma en carne viva- ejercen un efecto purificador que excita la compasión y sacude la indiferencia de ese ‘posible lector’, a quien la autora invoca desde su modestia.

La magia de la expresión poética de Jacqueline nos lleva de la mano a unos ámbitos quizá desconocidos, quizá orillados -prostitutas, culebreros, miserables andrajosos, víctimas del conflicto armado de Colombia-, en los que incursiona con tal vehemencia, que arrebata el espíritu del ‘gozoso lector’, lo inunda de terapéutico dolor y lo compromete, porque, al revelarse esas realidades cotidianas ante sus ojos, lo hieren, lo fuerzan a tomar partido y lo transforman en ‘quijote’.

La literatura vence así la inercia de nuestra comodidad y de nuestra hipócrita ceguera y cautiva nuestro ánimo, al tornarlo inconforme, cumpliéndose así la aspiración vertida en estos versos: “el poema / vive por sí solo / en su palabra”, con su propia magia, capaz de iluminar los más oscuros antros y los más negros corazones. A fin de cuentas, ¿qué son esos versos sino palabras que “siempre me coquetean / sonrientes y cómplices / en las noches y sin nombrarlas”? Pero persiste la duda existencial cuando se contrasta la aparente inutilidad de la palabra, incapaz por sí misma de modificar un estado de cosas que se le impone; de ahí el angustioso interrogante: “¿para qué escribes si no puedes liberar tu alma?”.

Desfilan por estas páginas personajes memorables, como Pastora, alumbradora de luz en medio de las sombras; ese hombre templado -con la fuerza de la nobleza y alas para soñar-; los niños que deambulan por “senderos de asfalto”, “por andamios del hampa / en las calles de Bogotá” cuyas vidas “se condensa[n] en un horizonte de humaredas”: sin que falten ‘Noticias de ultramar’, de la mano de una remembranza emocionada del mar Mediterráneo, “cercano y extraño” y acogedor del forastero. En ‘Elogio del olvido’, lo cotidiano se vuelve fantástico y se resucitan los recuerdos de un pasado dejado atrás, tal vez el mismo que en ‘Delirium’ evoca el amante cuya voz se ahoga en suspiros.

Abundan expresiones de amor, de un lirismo encendido y de un extraordinario ímpetu poético: no es sólo el ya referido ‘Delirium’; es también el caso de las otras ‘Elucubraciones nocturnales’, como ‘Susurros’ y ‘Aurora boreal’. No faltan momentos de profundo desaliento y amargura y de “emociones escondidas” que parecen preludiar un mañana sin estrella, descritos con dramatismo y maestría en ‘Decrescendos emocionales’. Pero todo ello culmina con un canto de serena esperanza: “ahora, en la estepa que queda del tiempo, / el fulgor de los recuerdos, / como suave bálsamo, / a veces inunda mis pensamientos. / Un nuevo lugar ad portas del final / se aposenta a mi vera”; porque el ansia de levantarse en medio de la nada se impone y acaba por dar sentido al caminar.

Terminada la lectura de estas Travesías urbanas, que personalmente, me han conmovido, me brota de lo hondo del alma un reproche a Jacqueline: ¿por qué nos has escondido durante tantos años ese formidable talento poético?, ¿cómo pudiste convivir en silencio con esa tormenta de sentimientos? Y, con el reproche, un abrazo de amigo y de admirador que agradece que nos hayas abierto generosamente tu alma, y que te invita a ceder de nuevo -y cuanto antes-a la tentación de la letra impresa… o digitalizada, que para el caso es lo mismo.

MANUEL FERRER MUÑOZ, Málaga, España, 1953. Doctor en Filosofía y Letras, Sección de Historia, por la Universidad de Navarra (España), y Licenciado en Filosofía y Letras, especialidad de Historias, por la Universidad de Granada (España). Con amplia experiencia docente e investigadora en España, México y Ecuador, adonde llegó en octubre de 2013 como Becario Prometeo en el Instituto de Altos Estudios Nacionales (Quito, Ecuador). Como historiador, ha dedicado su atención a la II República y a la Guerra Civil Española. También se ha ocupado del estudio de los procesos de formación y consolidación en Latinoamérica de los Estados nacionales, a lo largo del siglo XIX. Desde 2018 dirige el Servicio de Asesoría sobre Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades. Autor de 23 libros, 30 capítulos en libros, 88 artículos y 49 ponencias en Congresos.

NOTA DEL DIRECTOR: El jueves 12 de noviembre a las 14:00 h. (Ecuador), se realizó a través de la plataforma Zoom y retrasmitido en directo por Facebook Live, el acto de presentación del poemario «Travesías Urbanas» de Jacqueline Murillo Garnica, editado por la Editorial Centro de Estudios Sociales de América Latina. Este texto corresponde a lo que se dijo en la ceremonia en la que intervinieron la autora del libro, el prologuista de la obra, Dr. Manuel Ferrer Muñoz, y las invitadas especiales como la Dra. Bojana Kovacevié Petrovic y la Mgs. Brigitte Tatiana Nope Saavedra.