Educación para la reflexión

Todos debemos enfrentar el reto de educar. Por ello es preciso recordar que la educación debe permitir al joven ingresar al mundo de la razón y por ella a la ciencia, a la tecnología y al trabajo, diciéndole al mismo tiempo que la mayoría de lo que se enseña es transitorio, que lo esencial será aprender a pensar y aprender a aprender por sí solos.

La educación es esencialmente educación para la reflexión. Educamos a seres humanos y los seres humanos somos, por sobre todo, racionales. De allí que el conocimiento no puede quedarse en la mera información, hay que privilegiar el discernimiento, la discriminación, la capacidad de juzgar los hechos y tomar posición sobre los acontecimientos. Ese debería ser un reto esencial de la educación en valores.

Paralelamente, la educación debe contribuir a universalizar la visión del mundo que tenemos, pero sin que perdamos nuestras raíces más profundas.

La educación debe enseñar a convivir con lo efímero y, al mismo tiempo, sustentar en ciertos valores permanentes. Debe ayudar a entender que la competencia que estimula no debe cegar la cooperación y la solidaridad que enriquece.

Una dimensión esencial de la educación en valores tiene que ver con la solidaridad. El mundo actual nos condiciona al éxito. La única imagen que se salva es la del triunfador. Ser eficiente, emprendedor, decidido, hábil, agresivo, dinámico, juvenil, es un estereotipo en el cual se pretende sumergirnos. Pero el mundo no es así. Por cada ser humano exitoso hay miles que deben soportar la angustia del fracaso. Junto a los jóvenes sonrientes también están los desdentados, los enfermos, los humildes y desvalidos. La imagen del éxito es casi siempre individual, mientras que el fracaso suele ser colectivo. Según la norma generalizada para surgir hay que ser egoístas, hay que salvarse por sí solos.

Frente a esto, ¿qué les queda a los maestros y a todos quienes están metidos en el tema de la educación? Nos atrevemos a pensar que no solo la actualización del conocimiento y la búsqueda de la sabiduría. No solamente la pedagogía y la didáctica más modernas. Sabemos que la sabiduría libera del envilecimiento, aunque también embrutece, cuando se une o se vende a los poderosos que actúan ilícita o inmoralmente.

Les queda entonces un refugio: el lado humano de la profesión de maestro. Estamos convencidos que la profesión de maestro es un ejercicio de valoración humana, de ternura y comprensión.

Muchos dirán que hablar de ternura quedó para los frágiles, para quienes nada tienen que hacer en el mundo globalizado que está de moda, para los que se quedaron del tren, los desechables, los fracasados. Sin embargo, creemos firmemente que ser maestro ahora, debe ser un ejercicio de comprensión y de valoración del otro, de respeto, de lucha por la dignidad de los más débiles.

Ser maestro es, entonces, enseñar a pensar y aprender; enseñar a los alumnos a aprender por sí solos, saber cimentar desde la práctica cotidiana ese espíritu de solidaridad que nos diferencia de las máquinas.

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