Perdido en el siglo XXI

Por: Bernard Fougéres | bernardf@telconet.net

Estoy leyendo cartas de Séneca a Lucilius. Parece que fueron escritas ayer pues no hay nada nuevo bajo el sol. La sabiduría existió siempre, los excesos también. Si existiera el túnel del tiempo volvería a Grecia pocos siglos antes de Cristo; dialogaría con Platón, Sócrates, Aristóteles, iría al teatro de Epidauro para aplaudir comedias de Aristófanes, tragedias de Sófocles.

Vivo en un siglo donde nos entregaron lo que, según suponen, puede hacernos felices: carros rápidos, comida rápida, amores rápidos, fotos reveladas al instante, café soluble instantáneo, saborizantes, colorantes, nieve artificial para el árbol de Navidad. La vida parece más corta que antaño aún cuando alcanzamos longevidad. Ya no perdemos tiempo en cortejar pues pretendemos quemar las etapas del enamoramiento para llegar a la parte medular del asunto. Envidio a mi abuelo que se enamoró por haber visto los tobillos de mi abuela cuando montaba a caballo. Ahora la primera noche de la luna de miel no es más que una entre las adelantadas. Hubo una época en que la mujer conservaba su misterio, ahora nos preguntamos qué más puede destapar. Hubo una época en que festejábamos el momento en que aparecía un bebé pues ahora estamos indagando la forma de hacerlo desaparecer. Todos reclaman por sus derechos, pocos hablan de sus deberes. Tratan de eliminar a Dios, se apasionan por las teorías de Hawking pero no tienen nada que ofrecer como reemplazo del eventual creador. “Si Dios no existe todo está permitido” escribieron Dostoievski y Sartre.

A lo mejor volvería al siglo dieciocho, conversaría con Voltaire, Juan Jacobo Rousseau, escucharía a Juan Sebastián Bach tocando el órgano en la pequeña iglesia de Eisenach. Ahora necesitamos equipos de sonido sofisticados de mil trescientos vatios. Juan Sebastián tuvo veinte hijos, vio morir a diez de ellos, logró sin embargo componer la música más serena y equilibrada de toda la historia. Quizás me toparía con Mozart, él me diría: “Si el emperador me quiere, que me pague pues solo el honor de estar con él no me alcanza”. Cuando quiero desmitificar a un personaje importante, lo imagino desnudo o sentado en el inodoro.

¿Pero por qué no volver al siglo de Ronsard, quien cantó mejor que nadie la melancolía del tiempo que se nos va?: “Cueillez dès aujourd´hui les roses de la vie”, traducción poética del carpe diem de Horacio: disfrutar el día en el sentido de exprimirlo como se exprime la uva para hacer el vino. Las rosas de la vida son efímeras, tenemos poco tiempo para disfrutar su perfume. La angustia de ver fluir la vida entre nuestros dedos inspiró a Omar Khayyiam los más desenfadados poemas. “La flor que ayer abrió dio su aroma y ha muerto”.

Vivo en mi siglo viendo con pena que perdimos la esencia del amor que es la espera, el lento paso de la ternura frente a la desbocada carrera del primitivo instinto. ¿Dónde quedaron el respeto mutuo, la discreción, la cortesía, el deseo permanente de preservar la libertad de quienes viven a nuestro lado? Tenemos que salvar aquella ternura universal a la que llamamos solidaridad.

Tomado de El Universo

Edición  del 19 de julio de 2012

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