En busca de claves

He pasado un par de meses como profesor visitante en la Universidad de Harvard y quisiera compartir esta experiencia con mis lectores.

Lo primero que tendría que señalar, en este sentido, es lo que “no” encontré en Harvard. Contra lo que pudiera suponerse, no encontré un despliegue alucinante de computadoras y aparatos electrónicos. En realidad, el inventario de recursos materiales con los que cuentan profesores y estudiantes en Harvard no difiere sustancialmente del de otras universidades europeas o latinoamericanas. Como en cualquier otra parte hay aulas, pizarrones, tizas y libros. Quizás pueda decirse que los hay en mayor número y en mejores condiciones, pero ésta es en todo caso una diferencia de grado que no explica por qué Harvard ha llegado a ser una de las principales universidades del mundo. La clave reside en otra parte.

Reside simplemente en el hecho al parecer prosaico de que todos aquellos elementos funcionan debidamente. Las clases empiezan y terminan puntualmente, los estudiantes –que han sido rigurosamente seleccionados- estudian con ahínco, los profesores se dedican totalmente a investigar y enseñar, y la bibliografía que recomiendan para “leer” y no para “memorizar”– lo que se busca es que el estudiante aprenda a razonar y no a repetir- ya ha sido previamente almacenada en librerías y bibliotecas de modo que está efectivamente al alcance de sus lectores.

En esta edad de los robots y los viajes espaciales, lo que Harvard enseña al visitante es una lección sencilla y si se quiere permanente: cómo hacer las cosas con seriedad y buen sentido. No creo que sus principios difieran, desde este punto de vista, de los que pudo haber en la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles.

Pero lo más importante de esta lección es que nos permite comprobar las verdaderas raíces del desarrollo. Desde el momento que Harvard “no” nos muestra el rostro alucinante del siglo XXI sino las cualidades éticas y racionales del puritano siglo XVII en que fue fundada, también nos permite advertir, como a quien mira un corte vertical de la madre tierra, cuáles han sido los estratos más profundos de eso que llamamos el desarrollo y la modernidad. Hoy cuando admiramos los robots y las computadoras, lo que estamos viendo son sólo los “frutos” del desarrollo. Sus “raíces” son otras: en resumidas cuentas, el manejo sensato y racional de los recursos disponibles.

El mundo moderno no empezó por las máquinas y la tecnología sino por la adquisición de hábitos y virtudes que conducirían finalmente a ellas: la puntualidad, la responsabilidad, el diseño de objetivos no fantasiosos sino realizables, el cuidado y mantenimiento de lo que se posee, la estabilidad de los propósitos y las instituciones, la consideración de que el mérito es el único criterio del éxito. Fue sobre estas bases que el trabajo acumulado de las generaciones terminó por diseñar al paisaje del mundo actual. Cada vez que compramos algunos de los más recientes instrumentos tecnológicos del mundo desarrollado, desde una central telefónica hasta un jet privado, corremos la tentación de creer que también estamos comprando las claves que explican el éxito de nuestros vendedores. Quizá buena parte de la deuda externa latinoamericana se explica en función de esta fascinación que nos impulsa a “comprar” los artículos que otros más avanzados que nosotros nos ofrecen, así como los indios aceptaban encantados los vidrios y cuentas de colores de los conquistadores. Pero será inútil buscar el secreto de su fuerza en el vientre de las máquinas que nos transfieren. Al obtenerlas, sólo nos quedamos con la cáscara (lo que ahora se llama hardware) y no con el espíritu (lo que ahora se llama software).

El espíritu reside en otra parte: en los hombres, en las mentes. Al desarrollo no se lo “tiene” como a los objetos que derivan de él; al desarrollo se lo “es” bajo la forma de nuevas ideas y creencias, de nuevas actitudes y comportamientos.

Estas comprobaciones mueven a un moderado optimismo. Si franquear la barrera que separa el subdesarrollo del desarrollo fuese una cuestión de máquinas, capitales e inversiones, nunca podríamos alcanzar a los que marchan delante. Si la clave no reside en cambio en “cuántos” recursos poseemos sino en “cómo” los usamos, deja de ser tan importante si son muchos o pocos y la esperanza entra en escena. Con tizas y pizarrones, con aulas, verdaderos estudiantes y dedicados profesores, la universidad es posible. Con auténticos empresarios y trabajadores, la empresa es viable. Con buenos políticos y ciudadanos, la república está a la vuelta de la esquina. No bien hemos descubierto este horizonte, empero, una nueva dificultad emerge ante nosotros: ¿no es lo más difícil, después de todo, cambiar las mentes y las modalidades?

Pongámoslo de este modo: si el desarrollo consistiera en acumular los instrumentos y productos del desarrollo, nuestra pobreza –nuestro endeudamiento- sería irremediable. Si el desafío es en cambio humano, educativo, cultural, su dimensión es gigantesca y sus dificultades formidables pero nuestra respuesta, aún así, resulta viable. Es que en esta segunda perspectiva el recuso decisivo, el software, está en nosotros mismos. No podemos comprar pero podemos cambiar: he aquí una divisa para los latinoamericanos.

Mariano Grondona

Nota del Director: Este artículo del Dr. Mariano Grondona lo encontramos en la revista VISIÓN, del 11 de marzo de 1985. Lo reproducimos porque tiene una tremenda actualidad, especialmente en el Ecuador.

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