Por: Dr. Pedro Arturo Reino Garcés
Cronista Oficial y Vitalicio de Ambato
¿Cómo agradecer sin ofender? ¿Cómo agradecer sin servilismo? Quien sabe me salten otras preguntas desde la perspectiva del ‘favorecido’. ¿Cómo hacer que una dádiva o un favor no sea una atadura al genio interesado que tiene la jerarquía del donante? Esta sería la pregunta desde el otro lado de la medalla. Por ahora, de lo que se trata, es de reflexionar sobre las conductas recogidas en la historia de las experiencias públicas. Quienes se ponen arriba, se sienten arriba. Fuimos nosotros quienes los hemos puesto arriba, para que ‘nos gobiernen’. Entonces se convierten automáticamente en dadivosos, beneméritos, congratulantes, condescendientes. Se constituyen en réplicas de monarcas que siempre fueron ‘generosos, mecenas’, “dar es la parte que más ennoblece a los príncipes, porque…pueden los hombres competir con los dioses”, y por todo ello “la beneficencia es compañera inseparable de la majestad”, decía el intelectual religioso Diego Felipe de Albornoz por el año de 1666, en una Cartilla Política Cristiana.
En las épocas en las que el rey tenía súbditos y su condición de Señor Natural no tenía peligro de que fuera arrebatada su condición omnipotente. El monarca hacía derroche de benignidad y liberalidad. En palabras de Pedro de Avilés, consejero del Marqués de Astorga, Virrey de Nápoles: “no todos pueden ser liberales, porque no todos tienen qué dar”, pero los príncipes que tienen “tesoros que repartir, dignidades que distribuir y oficios que proveer, bien pueden ser liberales”. ¿Cuánto podían y pudieron dar los reyes españoles? La historia cuenta lo que se dio a los religiosos: desde los arzobispados hasta las abadías con sus respectivas prebendas; a los seglares las jerarquías militares, igualmente con sus prebendas de encomiendas y de cargos temporales, por una vida, por dos vidas, y hasta privilegios vitalicios generacionales. Cuánto dieron a los conquistadores e incondicionales en la obediencia, igualmente llenándolos de cartas de nobleza por mérito, cuando no lo tenían por herencia, exonerándolos de pagos de impuestos y más bien convirtiéndolos en cobradores de tributos. Mirando estas cosas, me encuentro con pensadores como John Elliot y José de la Peña en sus Memoriales (1978) que nos advierten: “la liberalidad y magnificencia son virtudes propias del ánimo real y las que son más necesarias parecen más naturales a la grandeza de los reyes, que con beneficios ligan en amor y obediencia a los corazones de los vasallos”. Así las cosas, el beneficiario queda con la voluntad sometida, con su conciencia vendida, con el alma enajenada. Esto quiere decir que por algún lado, la gratitud siempre ha estado en peligro, cuando el favor viene de la jerarquía y del poder, porque pasa a ser tenida como servilismo, incondicionalismo, fidelidad perruna, esbirrismo.
Mas ahora, mirando las experiencias de nuestra administración política, quienes pasan a gobernarnos amparados en la democracia, hacen lo mismo que los reyes con su esquema de monarquía. Los cargos claves pasan a ser desempeñados por quienes les han ayudado a la ‘conquista’ del poder. Se reparten las prebendas en todos los niveles posibles que requiere la burocracia. El rey o el gobernante actual, requiere de ‘personal de confianza’, requiere de gente de alta fidelidad. Sin embargo de ello, la traición también ha sido la práctica de la historia. Pero conviene aclarar que, en una ‘traición’, puede haber sana rebeldía, idealismo emancipador; o sencillamente traición pura para pasar a ocupar el poder, bajo el mismo esquema de pensamiento que tiene el despotismo, el autoritarismo extremo, el posicionamiento dilatado, etc.
Y mirando la historia política, ¿de quiénes se han valido los monarcas para ampliar su dominio y su poder? Los colaboradores han tenido y tienen un nombre: se llamaron vasallos.
Los Vasallos modernos
El vasallo, por etimología es quien “percibía beneficios y honores por parte de los señores, así en tierras, dinero, o la condición de caballero, a cambio de importantes servicios que había de prestarles” a sus señores. Se llamaron vasallos a los súbditos del rey y de los héroes. Aplicado esto a nuestras formas de hacer y vivir la política contemporánea, hay que decir que las contiendas electorales son planificadas como verdaderas batallas guerreras donde se ‘pelea’ a todo nivel: batallas ideológicas cuando quieren ser deliberantes; debates intelectuales cuando se quiere demostrar altura; pero los vasallos están listos para las otras contiendas, las más bajas, las de su nivel. Son aptos para enfrentamientos teatrales con séquitos de aplaudidores; están preparados para las contiendas verbales o insultantes; y hasta para las de las agresiones físicas. Los vasallos de antaño defendían ciegamente a su caballero. Los actuales saben que ‘su candidato’ es un ícono al que lo proyectan deificado o endiosado.Y desde luego, respaldan a su elegido mirándolo siempre en un pedestal como a santo, como a semi dios, o como a héroe. Lo idolatran ciegamente, aunque fuese un paradigma de ninguna convicción. Los vasallos se someten ciegamente con sus afectos y adulos. Pero, desde luego, se portan así porque saben que vendrá la recompensa que debe ser generosa y acorde a sus demostraciones de luchadores en las contiendas de las llamadas ‘campañas’. Nótese justamente esta palabra, la cual es muy usada en los procesos eleccionarios de nuestro medio: ‘estar o andar de campaña´. Esto, según los diccionarios es estar dentro de un período en guerra. No hemos adoptado la palabra proselitismo, sino ‘campaña’, porque es difícil quitarse los atavismos.
Y al asumir teatralmente el hecho de estar como en guerra en una ‘campaña’ electoral, conviene que se reflexione sobre lo que significa psicológicamente esta preferencia verbal, tanto para el héroe como para el vasallo, que aquí lo estamos superponiendo como si fuesen entre líderes, y entre adeptos o seguidores. Los líderes son quienes llevan la auténtica discrepancia. Los vasallos los secundan por conveniencia. Nuestras guerras siempre han sido ‘prácticas civiles’, aunque fuesen armadas. Siempre hemos vivido peleando con nuestros propios conciudadanos, salvando el caso de ciertas contiendas que han sido vistas como luchas con ‘otras naciones’ que en el fondo no son sino peleas entre pueblos hermanos, por una serie de razones donde la historia nos pone sus aclaraciones.
El vasallaje tuvo buenas raíces en la España medieval. Véase el Cid para entender mejor nuestra historia y atavismos. El vasallaje fue toda una institución que pervive calcada a la modernidad bajo el mismo principio de luchar para recibir prebendas y estimación de quien vaya a posesionarse en el poder. Así el vasallo es también un consejero de su amo, un portavoz de acuerdo a su nivel social. Según esto, muchos vasallos actuales de élite, se llaman asesores. Los de niveles bajos se llaman ‘lamebotas, perros, lamenalgas. Son prostituidos en el sentido etimológico, psicológico y hasta en nivel conductual. Son los soportes y propagandistas prismáticos de su identidad. Los vasallos tienen amos de turno y están cómodos siendo héroes de la sombra. De este núcleo surgen y se proyectan los conspiradores que con audacia y habilidad, más que con inteligencia, muchas veces llegan a ocupar los poderes de sus antiguos señores. Puedo decir y contar experiencias pragmáticas que verifican este comentario: algunos ‘líderes populares’ de mi entorno, cuando ha llegado una contienda democrática, se han presentado a ofertar servicios para respaldar a determinados políticos. Estos se han ensoberbecido y han menospreciado a estos vasallos. Es entonces cuando se han llenado de orgullo y amor propio, y han tomado la decisión de, ellos mismos, pasar a ser contendores en los procesos de elección, y han conquistado el poder, con respaldos mediocres en su formación, en su visión y en la conducción de los espacios a gobernar. Los gobernantes, cuando se sienten reyes, tienen un pueblo a sus pies. Los vasallos, cuando se sienten fuertes en democracia, hablando de igualdad de clase, se han subido sobre los hombros de sus ‘hermanos’ a ubicarse en el poder. El crítico se queda en eso, en su discurso teórico, mientras los demás se ríen de su suerte.