Debajo de la picota. 1546

Pedro Reino - Wikipedia, la enciclopedia libre
Foto: Wikipedia
Por: Dr.  Pedro Reino Garcés
Historiador,Cronista Oficial de Ambato

No vais a creerme si os digo que todavía estoy debajo de la picota donde dejaron la cabeza decapitada del virrey. Me siento mejor que bajo un diluvio de oro convertido en sangre. Es mejor hablar y relatarte de viva voz en lugar de ponerme a contar por  escrito esto que ha  sucedido para mal o para bien de las futuras ambiciones. Las palabras vivas tienen otro olor. No huelen a la tinta de los papeles viejos, sino a arcabuces erectos y a caballos agobiados por los insomnios  de sus propios relinchos. Así aprovecho mejor tu esquiva compañía y tu recuerdo al castigo que nos imponían en la escuela  obligándonos a la lectura de algún aburrido libraco que contaba historias azules de princesas pobres. Nos hacían leer cuando habíamos cometido alguna falta.

Pero si queréis puedo demostraros que puedo escribir con la fatigada sangre de los propios muertos para que me entendáis mejor. Todo esto empieza con la conquistadora tinta que baila entre los sables los ritmos de las cortes. La sangre tiene que ver con el espíritu que está en la máscara palpitando en sus ardientes intereses, mientras los peregrinos cuervos recorren por la vida, saboreando sus íntimas carroñas.

Ahora me han venido ganas de  hablaros porque yo estuve ahí, como te dije, debajo de ese palo torcido que habían sembrado en la ladera que  baja hacia Iñaquito, inaugurando el holocausto. Yo estuve ahí, donde después pusieron la picota de piedra para poder exhibir a los decapitados a su turno. Es que una ciudad sin picotas era como si la hubiesen creado huérfana de la madre Injusticia. ¡Qué sería de Quito sin esa mujer ciega exhibiendo sus equilibrados yugos! No tendrían en dónde colgar sus víctimas, sabiendo que ha proliferado tanto verdugo; ni tendrían a quién invocar milagros ni clemencia. Las picotas eran los altares de las primeras patrias conquistadas; por eso se hacían con graderíos y en montículos donde mejor podían contemplarse las cabezas de los degollados. Se levantaban con espacios para que  impusieran sus rituales los gallinazos y los curas; las zorras y las justicias justicieras; los lobos disfrazándose de predicadores de las obediencias.

Habían aguzado una punta al tronco de un árbol para que encajara el pescuezo del virrey y le sostuviera un poco la médula y alguna vértebra con  su trayectoria y recorrido por las ambiciones, todas las que había tenido mientras buscaba una  corona podrida en estos basureros de la memoria que empezaban en el nuevo mundo. Era esa picota un palo alto pensado más en que la vieran los gallinazos antes que la alcanzaran los perros acostumbrados a las mortecinas empacadas en patacones de oro, olfateadas entre los huesos de sus alucinaciones. Con tan importante suceso, de tan insigne personaje, se pusieron rápidamente a la tarea de levantar una picota digna de tan ilustres decapitados que tenían que sucederse en el futuro. (1) (La primera picota en Quito, según la historia, estaría próxima al actual Palacio Legislativo y tuvo el antecedente de la decapitación al virrey Núñez de Vela, muerto en la batalla de Iñaquito en 18 de enero de 1546. Ahí estaría la “plaza de fundación” de Quito.- Ver Daniel Fernando Enríquez Macas, Complejo Judicial en Quito, Trabajo de titulación de Arquitectura, Universidad San Francisco de Quito, Diciembre de 2015, p. 22, con gráfico en la p. 23.- Pdf.)

Dijeron sus asesinos que no querían enterrarlo para que la cabeza del virrey del Perú siguiera muriendo en Quito como un diablo expulsado del infierno,  como una serpiente sin cuerpo que se había bebido su propio veneno en vasos recogidos donde abundaban los rescates. Nadie le había llamado a aquel intruso que se inauguraba como virrey de los perversos. A esas gentes les gustaban los escarmientos. Devotos de ángeles enfermos sin iglesias, las picotas al aire libre, santuarios de los miedos, lanzaban letanías del odio en su silencio, rezadas por los monjes asesinos, arzobispos de la componenda y los intereses, cardenales que comulgaban la infamia en las mañanas y dormían en paz después de consumadas las venganzas.

De cuando en cuando, que es un decir, aunque os puede parecer que era de seguido, por todos estos costados de los caminos había que pasar por debajo de las improvisadas picotas que ponían como banderas en los cruceros de las únicas sendas permitidas, para que los viajeros pasaran reconociendo cabezas de indios y de gente barbada que se quedaba muriendo despacito y haciendo advertencias secretas sin sus ojos, y con la lengua remordida y suplicante enredada en sus últimas palabras. Así se proclamaban a los abanderados de las sombras, a son de trompetas de ultramar, y con obligados caracoles indios.

Se  había traído esa costumbre de enarbolar cabezas de notables, porque en el fondo decían que era importante ir armando un infierno con ventisca, con sol devorador. Nunca mandaban al infierno las cabezas. Hacia allá los curas mandaban solamente a las almas limpiándoles la culpa y a las que les parecían menos necias. Poner en picotas era parte de nuestra  nueva civilización y cultura: jurídica y legal por cierto, con breviario  de su pedagogía moral. Así se aprendería mejor practicando  la venganza, para fortalecer el camino del poder. Así lo instituyeron los pizarro, los almagro, los Valverde, los Arias Dávila y muchos más. Con escribanos y con curas lanzadores de agua bendita entre rezos y latinajos, los indios descuartizados se pudrían legalizadamente bendecidos ante los ojos de la historia.

El virrey había tenido un cuello grueso y una cabeza grande como para que le calce la estaca. Su poblada barba y sus bigotes negros se notaban empolvados porque habían traído arrastrándole cosa de unos dos kilómetros desde los matorrales de Iñaquito, después que los pizarristas le derribaron en la batalla. La idea era que la cabeza siguiera muriendo poco a poquito, contemplando ella misma el resto de su cuerpo tendido al pie de la picota. Ahí estaban sobre su costal de tripas, sus impotentes brazos largos que antes habían empuñado las armas españolas como Capitán de lanzas de Orán y controlador de la gente de guerra de Castilla.

Cuando yo traté de verle sus ojos sin su brillo, me imaginé sus parpadeos de cuando eran los del Inspector General de la frontera de Navarra. Su pecho sin sus ropas y sin corazas, yo pensé encontrarme en altamar, sosteniendo los oleajes de su sangre; pero mostraba unas costillas comunes que nada tenían ya que sostener en ese orgulloso pecho que fue de capitán general de una armada española,  la que hacía sus travesías entre España y las Indias de Tierra Firme. “En 1530, fue el primero que capitaneó la Flota de Indias que cruzó el Océano Atlántico llevando los cargamentos de oro y plata al rey Carlos I de España evitando las amenazas de los corsarios.”

Viendo sus brazos caídos se me vino a la memoria los maderos que el mar suelta a la deriva, mientras subían los oleajes de los griteríos de la plebe: << Abajo el virrey. Córtenle también los brazos con los que nos aplicaba la rigurosidad de sus castigos con que nos dejaba lisiados a soldados, marineros y tripulantes que veníamos a hacer América >>. Otros gritaban que los dejaran sosteniendo el vacío de sus flácidas tripas amorcilladas en su vientre. Los gonzalistas pizarristas, en la euforia de su triunfalismo, viendo sus brazos lánguidos le increpaban al decapitado  << Ahora levántate para que pidas perdón por lo que hicisteis en Lima con el factor Illán Suárez de Carvajal, de asesinarlo con tus propias manos, sin considerar que era un vecino prominente. Dijiste que tenías tanto poder honorable don Blasco Núñez de Vela. Asumimos el desafío de tus venganzas que sabemos nos ofreceréis más luego. >>. Dejamos inaugurada la decapitación como instrumento que justifica la civilización, la obstinación y la barbarie.

La plebe le tenía curiosidad a sus partes nobles. Ahí reconocieron el flácido y efímero origen del  linaje de los Vela en Ávila. Ahí estaba la semillita del conde Nuño Vela. Por esa vía encontraron la ascendencia de los mayorazgos con facultad real que fundaron los Blasquez Vela. Y le daban vueltas con sus espadas a ese semillero de poder y de noblezas pensando que es desde  donde salieron, igual que de un viverito pajizo, sus ancestros: “Luis Núñez-Vela, señor del mayorazgo de Tabladillo, y que casó con la que fue madre de Blasco Núñez Vela, doña Isabel de Villalva”. Alguien dijo a la concurrencia: << que descanse en paz este murciélago que nació en 1495 y que ha dejado su erección a los 51 años en la muy noble y muy leal San Francisco del Quito >>.

Estaba casado con doña Brianda de Acuña, con la cual tuvo siete hijos. Dos de ellos, Cristóbal Vela y Acuña y Diego Vela fueron arzobispos de Burgos y Lugo, respectivamente. A don Antonio y don Juan de Acuña Vela se les dio el hábito de la Orden de Santiago a uno y el de la Orden de Alcántara al otro; a ambos hízoles primero Meninos de la Emperatriz y luego sus propios Gentiles-hombres; murió el mayor proveído para embajador en Francia, el segundo de Capitán general de artillería de España y Consejero de guerra. Blasco era también Caballero de la Orden de Santiago”.

<< Me estáis contando historias como si no te hubierais muerto.>>

Recuerda que tengo razones para desahogarme y contarte mis memorias. Yo soy Juan de Acosta, el hijo de Alonso de Acosta y María de Ale. Obtuve licencia  para pasar a Nombre de Dios (Panamá) el 26 de junio de 1535, acompañando a Francisco de Mendoza. En el Perú fui alférez mayor y capitán del rebelde don Gonzalo Pizarro, y participé en las batallas de Añaquito, Guraina y Jaquijaguana donde fui preso y también decapitado por orden del presidente La Gasca, el vengador del virrey don Blasco, un 9 de abril de 1548. Mi cabeza fue expuesta en la picota permanente que plantaron en el Cusco. Qué pena que tú también estés como yo, exprimiendo las zurrapas a la memoria convertida en cenizas con las que debemos aprender a darnos los abrazos. Si tuvieses fuerzas nuevamente, ¿me dedicaríais versos para que alguien los grabe en el viento, en donde tengo mi epitafio?

Como que me llamo Gonzalo de Pereira, poeta y sacristán de la iglesia de Quito, aseguro que también mereces un epitafio que te mostraré otro día. Por ahora, pienso en releer lo que escribí para el visorrey don Blasco Núñez de Vela. Escribí secretamente de los pizarristas y lo fui a poner sobre su tumba. Si me hubiesen descubierto no os estaría contando:

“Aquí yace sepultado

El ínclito Visorrey

que murió descabezado

como bueno y esforzado

por la justicia del rey;

la su fama volará

aunque murió su persona,

y su virtud sonará,

por esto se le dará

de lealtad la corona”.