La culebrita

Por: Rodolfo Bueno

En el colegio, Eduardo estudiaba a la maldita sea, se encontraba en la edad del burro, cuando no se sabe qué se quiere, no se le concede ninguna razón a la vida ni se piensa ni se preocupa por el futuro, por sentirlo inexistente. En ese período todo se complica, no se crece lo suficientemente rápido para ser hombres y ya no se es niño, no se aspira a nada ni se hace nada ni se entiende nada de nada ni se es nada. La Nada es la única realidad que con monótona insistencia se extiende en el horizonte.

Un buen día ganó un certamen de natación estudiantil. Terminada la competencia se le acercó Abel Gilbert, la gloria de la natación ecuatoriana. “Ven al EMELEC, voy a hacer de ti un nadador¨. Con su ayuda se encontró a pocos segundos del récord nacional. “¡Si sigues así, te hago campeón sudamericano!”, le dijo Abel. No lo logró por la razón que, según Marx, rige el destino de todas las sociedades, por la económica. La empresa donde trabajaba quebró y se encontró acompañado únicamente por sus sueños de llegar a campeón. No se puede nadar cuando no hay dinero ni para comer.

Consiguió un puesto en una mina de piedra azul, cercana al cementerio. El sueldo daba para los porotos, pero el horario, de 7 de la noche a 7 de la mañana, le impedía nadar y estudiar. Al mismo tiempo que su adolescencia se iba cavando huecos en las opalinas rocas de la cantera, su sueño de llegar a campeón se esfumaba igual que se desvanecía el humo de los cigarrillos, que consumía para mitigar el frío y el cansancio en las largas noches de su pesada tarea. El trabajo significaba para él, el trágico fin de una desorganizada y desorientada juventud.

La idea de volver al colegio se incrementó cuando tomó conciencia de que quien no encuentra su papel en este mundo está fregado y de que, para flotar en las purulentas aguas que anegan la sociedad, se necesita de una “culebrita”. Los fines de semana, en El Milagro, le mandaban hacer las compras a una feria a la que venían los habitantes de las regiones circundantes. Allí no faltaba el cuentero que vendía una especie de piedra filosofal para todos los males habidos y por haber; abría una maleta y extraía una larga y amenazadora culebra, que enseguida se le enroscaba en el cuello. Mientras el reptil atraía al público, el hábil comerciante de ilusiones colocaba hierbas medicinales en un vaso con agua y hacía una apología de los poderes prodigiosos de una infusión, que, según él, curaba desde el mal de ojos hasta las calamitosas desventuras amorosas. El ingenuo campesino, que siente un temor supersticioso por los ofidios, compraba en un solo paquete la curación de todos sus males.

Un día en el trabajo, vio al ingeniero llegar en su lindo carro. Eduardo consideraba que el tipo no hacía nada y que desde un buen asiento sólo daba y daba órdenes. Tanta autoridad lo desconcertó, ganaba más que todos los trabajadores juntos y eran ellos los que hacían el trabajo duro. Lo observó con atención para conocer la fuente de su poder, y cuando menos lo esperaba el ingeniero extrajo del bolsillo de su camisa una “culebrita”; era pequeña y la tenía en un estuche de cuero. Se acercó con sigilo para verla de cerca, se trataba de una regla de cálculo que manejaba virtuosamente. A partir de ese día juró conseguir su propia “culebrita”.

Eduardo buscó empleo en una empresa cuyo dueño era el padre de uno de sus amigos. “Sólo hay un puesto libre, pero no creo que le interese”, dijo, escribió una esquela y se la entregó. “Vaya y hable con este señor. Es una lástima, pero no puedo ofrecerle algo mejor”.

Se dirigió a una gasolinera. El gerente se llamaba Georgino, tendría unos treinta y cinco años, era hijo de italianos y lo apodaban cariñosamente Loco, porque, según decían, se le había desencajado el caletre por un frustrado amor. Estaba mal afeitado, desgreñado y fumaba de un gran habano. Su reluciente cráneo, con tendencia a la calvicie, lo avejentaba. Aparentaba ser un cascarrabias prepotente y patán, pero lo hacía a propósito para hacer sentir el peso de su autoridad; en realidad era un tipo ameno que hablaba con chirigotas llenas de humor.

Cuando vio la firma de la esquela, entró en confianza y le invitó a tomar asiento. Hacía un calor infernal y él estaba recostado en un sillón con los pies sobre el escritorio, vestido únicamente con sus calzoncillos, y a cada rato gritaba a un empleado que le trajera un tinto. Éste lo maldecía en voz baja, escupía en la tasa, revolvía el café con sus dedos sucios y se lo traía mostrando en el rostro una sonrisa de inocente paloma. Don Georgino lo bebía de un sólo sorbo sin percatarse de la asquerosa afrenta que taimádamente ejecutaba el perverso hombre.

“Escoge el horario que más te convenga”, le propuso extendiéndole un papel en el que había escrito todas las variantes posibles. Eduardo escogió el peor. “¿Acaso eres retardado mental? Te doy ha escoger primero que a nadie y te portas tan pendejo”, le repeló frunciendo su frente en señal de disgusto. “Es el único que me permite ir a un colegio nocturno”, le explicó Eduardo. “¡Carajo! ¿Para qué quieres estudiar? ¡Ni que fueses Cacaseno! La vida ofrece posibilidades más ricas sin necesidad de sacrificios tan cojudos”, le insultó don Georgino. “Puede ser que para usted, no para mí”, dijo Eduardo. Su futuro jefe clavó sus ojos en Eduardo tratando de indagar lo que él sabía. Había escuchado que estuvo casado con La Pelusa, hija de don Pedro Navarro, magnate que rechazaba la heterogamia y nunca lo quiso de yerno, por ser solamente el hijo de unos italianos, dueños de un pequeño hotel en el centro de Guayaquil. En cierta ocasión, don Pedro le condicionó a su hija “¡Elige, Pelusa, o el vago de tu marido o la herencia!” La fortuna de don Pedro era respetable. Además de poseer grandes haciendas, controlaba la producción, la comercialización y la exportación de arroz del país y la venta de maquinaria agrícola, negocios que la Pelusa, a la muerte de su padre, debía compartir con su único hermano.

Don Georgino y La Pelusa concluyeron que las amenazas iban en serio; acordaron divorciarse, pero seguían amándose a escondidas del mundo. Si don Pedro le insistía a La Pelusa con un nuevo matrimonio, ésta le replicaba: “Jamás les daré padrastro a mis hijos, puedes desheredarme si te da la gana, no volveré a casarme con nadie”.

Cuando don Pedro falleció, la pareja se matrimonió de nuevo.

Junio 18 de 2018