La libertad no es ni una filosofía ni una teoría del mundo; la libertad es una posibilidad. La libertad no se define: se ejerce. De ahí que sea siempre momentánea y parcial, movimiento frente, contra o hacia esto o aquello.
La libertad no es la justicia ni la fraternidad sino la posibilidad de realizarlas, aquí y ahora. No es una idea sino un acto.
La libertad se despliega en todas las sociedades y situaciones, pero su elemento natural es la democracia.
Sin la democracia la civilización moderna se extinguiría. Muchas y grandes civilizaciones no conocieron la democracia, pero la nuestra es impensable sin ella.
La democracia no es ni una teoría ni una doctrina de salvación, sino una forma de convivencia social. La democracia también es, a su modo, una ortodoxia. Pero una ortodoxia negativa o, más bien, neutra: el único principio básico de una democracia es la libertad que tienen todos para profesar las ideas y principios que prefieran.
Sin libertad, la democracia es tiranía de mayorías; sin democracia, la libertad desencadena la guerra universal de los individuos y los grupos. Su unión produce la tolerancia: la vida civilizada.
En términos generales se dice que una sociedad es plenamente democrática cuando tiene un sistema que garantiza las libertades civiles y políticas de su población. En otras palabras, una democracia no solo debe permitir a su pueblo elegir libremente a quien lo gobierne, sino también garantizar las libertades de expresión y organización que hacen posible el surgimiento de oposiciones efectivas dignas de competir por los puestos públicos y a final de cuentas acceder a ellos.
El movimiento internacional de los derechos humanos se basa en los postulados de la democracia liberal y es un producto natural de este sistema político. En todas partes estos derechos constituyen la esperanza de los oprimidos y las sociedades que las apoyan se convierten en aliadas naturales de todos los pueblos.