Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Cronista Vitalicio de Ambato
A diez centímetros de los carbones enrojecidos, el paisaje se extiende sobre la piel recogiendo todos los colores del verano amarillento. Se revientan los soles ardiendo de soledad. Un perfume ancestral huele a serranía andina y acuden al ritual de los apetitos, los labios secretos que desgrana la cordillera. La memoria queda diluida de todas las herejías. La candela siempre ha sido pariente protectora del alma. Un alma apagada ya no es nada. Todo espíritu flamea, se inflama, titila y demuestra que está con vida hasta que se apaga. ¿Será por eso que estamos aquí, asándonos con el placer que nos transmiten quienes buscan nuestra más reservada fertilidad? Muchos saben que somos reproducibles impertinentes, infatigables, insustituibles. Deberían valorizarnos más por nuestra fecundidad. Así, asándonos, creo que somos más cuyes que nunca, más apetecibles que con las lanas que nos dio natura. Representamos el sabor de la cultura, de la más invencible tradición ancestral. La mitología cobra un sabor que no nos quita nadie, barnizada con ese achote, y de ese color.
Nosotros no somos como los puercos que son comidos con esa doble moral que tienen sus adoradores, pues les recuerdan sus aberraciones, sus cochinadas, sus hociqueadas, sus porquerías, sus infidelidades, sus tacañerías, sus avaricias, sus gérmenes, sus niguas, sus gruñidos, sus eructos; y además, los rememoran por los desperdicios repugnantes, que lo transforman en alimentos de sus círculos de podredumbres.
¿Qué placeres redescubren en nosotros? Nuestros abuelos siempre vivieron en la sombra, en pequeños hoyuelos hechos en la tierra, de frente al sol. Por eso nos valemos de los espíritus profundos para sostenernos vigentes. No podemos adaptarnos a los apartamentos, a los ventanales, a las alfombras de serrín y a los cortinajes, como viven las gallinas célibes, a las que les exprimen los huevos diarios y les cobran impuestos, y les cortan el pico porque pueden agredirse los ovarios rivales, y sacarse las crestas; y paradógicamente les odian porque abonan con las fetideces derivadas de la tecnología de los pescados podridos mezclados con maíz.
Nacimos para proyectarnos al más allá, somos auténticos mensajeros de la inmortalidad. Nos aman después de muertos, se lamen nuestro esqueleto cuando tan solo somos memoria que ha sido dorada a las brasas purificadoras. Nuestros intestinos sagrados son vueltos al cuyero para que la familia se reposroduzca sin límite. Las patas cortadas son devueltas a nuestra progenie para que multiplique en hijos nuestros dedos. Las lanas que nos abrigan en la primera vida van a la sementera de papas para que reciban nuestra gratitud por volver a encontrarnos en un plato, acostados, para empezar el segundo sueño, del que no disfrutan tantos pretendientes a inmortales que pasan por la vía pública. Somos predictores del futuro y evitamos que los radiólogos desnuden para nada a sus clientes. Con la cabeza en alto y los dientes sonreídos viajamos por el mundo buscando las yerbas frescas: los milines, las alfalfas, los chunguiles, los piqui-yuyos y las flores de las retamas, para volverlas alimento de la cultura que regresa a nuestros latidos.