Una revolución cultural

Por: Roberto Rossellini 

Karl Marx nunca dijo explícitamente que, para evolucionar y transformarse en un ser consciente, el hombre debía empezar por una auténtica “revolución cultural”. Esta definición es de Lenin y no de Marx; resume perfectamente, sin embargo, el modo de pensar y el método que Marx preconizaba. Pero hasta la fecha, dígase lo que se diga, esta etapa fundamental no ha llegado todavía a cubrirse realmente ni en el Este, ni en Occidente.

Pero, por supuesto, no alcanzaremos jamás la sabiduría, mientras no seamos capaces de modificar radicalmente nuestros métodos de enseñanza, para concretar el concepto que de nosotros mismos tenemos en tanto que hombres. Entonces, y sólo entonces, estaremos en condiciones de cambiar realmente la sociedad. Con el conocimiento, podemos adquirir el rigor necesario que nos convertirá en seres capaces de pensar y no en criaturas que se dejan dominar por la fatalidad.

Consideremos, por ejemplo, la escuela, una institución que influye enormemente en nuestra existencia y a la cual, aun sin estar de acuerdo con ella, veneramos como un mito sagrado.

Al analizarla, se hace posible ver con toda claridad hasta qué punto hemos desertado de nuestra propia naturaleza humana.

Creamos la escuela con una finalidad concreta: la de guiarnos por el camino de la vida. Pero, ¿qué recorrido nos señala? Que nos hagamos elementos activos de la sociedad; pero no nos prepara en absoluto para juzgarla. La escuela nos tornea, cepilla, pule y hace de nosotros otro engranaje más, otra pieza de recambio en esta gigantesca máquina de la sociedad que nos somete, y a la que contribuimos a hacer así más grande y más eficiente.

La escuela nos ayuda a especializarnos como ingenieros, contables, físicos, químicos, hombres de letras, abogados, economistas, filósofos, simples técnicos, lo que se quiera… Pero al reducirnos a especialistas, damos el primer paso fatal e irrevocable hacia la alienación: en el preciso momento en que adquirimos una profesión que acaparará toda nuestra vida, renunciamos a ser completamente humanos.

La escuela, como es lógico, nos proporciona otros elementos, pero tan genéricos e ilusorios que no pueden aportarnos el conocimiento real. Estos elementos complementarios, pomposamente denominados “cultura general”, no son más que condecoraciones que nos ponemos en el ojal, como insignia de una orden aristocrática que gratifica nuestra vanidad.

En resumen, digamos que la escuela no es capaz –ni tampoco se lo propone- de enseñarnos el único oficio que deberíamos adquirir: el oficio de hombre.

La escuela nos educa: he aquí el término más ambiguo que concebirse pueda, y su ambigüedad nace del antagonismo entre su significado real y el sentido que le solemos dar. “Educar” significa: criar, dirigir, habituar, amaestrar, entrenar, domar, sujetar las riendas, vigilar, adoctrinar. Significa asimismo, por otra parte, “instruir” y “enseñar”. Ahora bien, aparece obvio que “amaestrar” e “instruir” a una persona son dos cosas muy distintas en términos generales. Efectivamente, al escuela nos “sujeta”, nos “doma”, pero hacer de nosotros seres totalmente conscientes no forma parte de sus planes.

La escuela nos enseña a integrarnos en el mecanismo social, y a ganar lo necesario para comer, beber, alojarnos, vestirnos… Partiendo de esta base, resulta lógico el hecho de que las actividades “culturales”, en definitiva, no sean sino unos simples trámites, digamos, “agrícolas”, destinados a cultivar, trasplantar y perpetuar las ideas útiles para la sociedad existente, con sus estructuras y sus reglas.

Dentro de este contexto, los medios de comunicación han devenido los instrumentos todopoderosos de nuestra alienación, susceptibles de “confinarnos irrevocablemente en la infancia”, como decía Tocqueville. A través de las modas que estos medios crean y difunden, se provoca la proliferación de pasiones absurdas y de ejercicios dialécticos completamente vanos, que distraen la mente de las personas y les hacen creer que son inteligentes, cuando en realidad les alienan más y más. Este extrañamiento creciente nos hace alejar de nuestra misión natural –la de devenir más humanos- y, como es fácil comprobar, induce a confusiones y extravíos. De tal manera que los “poderes tutelares” (por utilizar la aguda expresión de Tocqueville) caminan irresistiblemente a la omnipotencia.

Si queremos ser hombres auténticos, demos a la escuela lo que es de la escuela, a saber, la misión de prepararnos a cumplir ciertas funciones, aquellas que nos permitirán incorporarnos de manera activa y eficaz a las estructuras productivas, administrativas, etcétera, de la sociedad. Pero desarrollemos también otra forma de “información exhaustiva”, como complemento de la escuela, que nos facilite el aprovechamiento de toda la energía intelectual en potencia de nuestra especie.

Sólo una parte del tiempo que ocupan ahora los medios de comunicación sería suficiente a tal efecto, para hacernos madurar y para enseñarnos –según propugnaba Richard Price- cómo pensar y no lo que hay que pensar.

La historia y la vida están llenas de lecciones desperdiciadas y olvidadas. Bastaría con observarlas atentamente para aprender a juzgar y a practicar este oficio de hombre que, hasta el momento, hemos desdeñado.

Nota del Director:

Este artículo fue tomado del libro “Un espíritu libre no debe aprender como esclavo”. Escritos sobre cine y educación, de la autoría de Roberto Rossellini y traducido y editado por José Luis Guarner, en 1979.

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