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El Quito de la Suca

Por: Dr.  Pedro Reino Garcés

Hstoriador/Cronista Oficial de Ambato

Con sustento en el relato de Juan Acurio

Quito es una mujer vencida, recostada en un laberinto profundo de impotencias en medio de los lomeríos abandonados a la fertilidad de sus descubridores pasados y presentes. Quito es una hembra acosada por los políticos que la tienen acorralada en lechos de placeres montados en los entornos de la Plaza Grande. Por eso está llena, como una cama de historia, como una concubina preñada por desconocidos. A veces aborta sucesos, grita y se desgarra; hasta que alumbra independencias. Siempre engendra luces y sombras renovando su virginidad protagónica. A veces canta victorias, y otras, oculta sus derrotas. Es algo así como una fémina ninfómana que esconde la trampa del deseo.

Quien llega a ‘la Capital’ toma un orgullo raro. Ese que le salta al ego  desde esa evaporación triunfalista de los republicanos. Orgullo de “chulla quiteño” con corbata y sin camisa, apariencia de puños y de cuellos blancos que engalanan la demagogia de sus ropajes y de su calificado verbo de “plantillas”.

Quito de las décadas de los sesenta y de los años setenta era un cholerío andino de inmigrantes provincianos con sabor a pueblo grande en el sentido más hermoso que  tienen nuestros espacios urbanos. Quito era la patria nueva de los expatriados de sus pueblitos humildes, de quienes sufren de recaídas por las fiebres del abandono contagiadas sobre sus piedras del coloniaje.

El Quito  al que fui a estudiar en la facultad de Medicina de la Universidad Central, después de un año de haber terminado el servicio militar obligatorio, era un laberinto de piedras históricas y de barrocas palabras fogosas que se silenciaban con los discursos de los ‘salvadores de la Patria’.

Cuando pasaba por esas calles repletas de balcones sabía que, en todos ellos, todavía vivía Velasco Ibarra y resucitaba la misma demagogia desde cualquier calavera con un dedo acusador que volaba por los aires.

Me iba por la “Calle de las Cruces” pensando en que García Moreno estaba parado ahí, como un ídolo torpe,  con esa obsesión empedernida que hasta se lo veía descascarándose de la mierda de las palomas.

Siempre que oía los disparos de la policía persiguiendo a los guambras de las manifestaciones, me llenaba de rabia por lo que le hicieron a Eloy Alfaro en nombre de la Patria edificada entre balas y  obsesiones.

Y cuando veía las cúpulas de las iglesias coloniales, pensaba en tantos curas sin cabeza, en tantos padres Almeidas  dotados de tremendas herramientas para fecundar el trigo de la fe, principiando en los  monasterios. Pobres Cristos crucificados que oían lo que repetían los frailes: “Hasta la vuelta Señor”, cuando se escapaban por los ventanales de la lujuria a practicar las pedagogías del amor en los conventos llenos de palomitas inmaculadas.

Y hasta me encontraba con los hijos de Cantuña y de Caspicara, corriendo de loma en loma, repletos de bailejos, plomadas, niveles, martillos, brochas, pinceles. Recuerdo cómo iban capturando a su paso los rostros de sus cristos diarios, y de magdalenas de rostros aborígenes. Llegaban a “la obra” y seguían dejando inconclusos  los techos de las casas para que puedan entrar y salir los diablos que necesita una ciudad para mantener sus tradiciones.

Yo era uno de los pocos ambateños “patojos”, provincianos, guaytambos metidos en el gran problema de la superación personal. Yo estaba entre los que habíamos ido a la universidad de  clase media. De ese magno Centro de Estudios que fue la Universidad Central salíamos con dos títulos: el de la profesión y el de revolucionarios.

El autobús que llegaba de provincia nos dejaba en la avenida llamada “Veinte y Cuatro de Mayo”, nombre puesto a una quebrada que los curas de la colonia bautizaron como “Jerusalén”, y que se la veía rellenada de escombros, prostitutas callejeras, vende muebles, vagos, rateros, matorrales, cargadores y malandrines. La habían puesto “24 de Mayo” para recordar la fecha en que los patrones de Quito habían recibido a venezolanos y colombianos para casarlas  a sus hijas con mulatos uniformados y otorgarse la libertad de no contribuir con sus fortunas a los reyes de España. No querían ser más los esclavizados intermediarios de los tributadores a la península; sino que habían descubierto que mejor era  quedarse con el botín entre criollos nobles. Frente a los indios resultaban más nobles que los propios peninsulares.

Toda esta gentuza que pululaba por allí buscaba sus víctimas y sus clientes. Se sabía que muchos provincianos que entraban y salían de la Capital, caían en esas trampas de la melosería, y en las garras de invitaciones tentadoras y peligrosas que ofrecían ciertas “damas de protocolo” que nos esperaban para darnos la bienvenida.

Yo pensaba cívicamente, de acuerdo a mi educación, en la fecha “24 de Mayo”, y surgía en mí esa  asociación sustitutiva: en vez de ser fecha de mi Independencia Nacional, pasó a mí entender como ‘Día de la Prostitución Republicana’.

Muchos  parroquianos o provincianos, como nos llaman a los que llegábamos a residir en la ciudad capital, al comienzo, invadidos de la nostalgia de la patria chica, del terruño donde nacimos; y con la intriga de no saber qué nos esperaba en estas tierras nuevas, y el hecho de buscar donde comer, donde vivir; caíamos engatuzados en las trampas de ladrones y prostitutas que nos “cobraban el piso” por ser chagras ingenuos.

Junto a algunos primos, también estudiantes, y una prima ya profesional que trabajaba y residía en la Capital, la que hacía las veces de tutora y jefe del grupo, arrendábamos una casita en pleno centro de la ciudad, por la “Avenida América”, cerca del Hospital del Seguro Social y del  prestigioso colegio  Nacional “Mejía”, conocido gamonalmente con el mote de “Patrón Mejía”, que estaba a pocas cuadras de la Universidad Central.

Salíamos a diferentes horarios a recibir clases, pero por la noche, casi siempre estábamos reunidos todos. Algunas veces, yo les invitaba a jugar una partidita de póker, que en nuestras circunstancias sólo tenía un objetivo: hacer más fácil y llevadera nuestra estancia lejos de casa. Las apuestas eran muy pequeñas que solo servían para pagar alguna comida.

Otras veces simplemente nos reuníamos para platicar cómo nos había ido en el día, o sobre  nuestros problemas, pesares y alegrías. Entonces las bromas, los recuerdos y hasta las escaramuzas de amor, contadas como picardías, nos alegraba el alma.

El barrio donde vivíamos era lindo y acogedor. El “Barrio América”, en su tranquilidad solo  era interrumpido ocasionalmente por las protestas callejeras de los estudiantes del Colegio Mejía; o cuando el bullicio de la sirena de una ambulancia que pasaba veloz, llevaba algún paciente al Hospital del Seguro.

¡Cómo le recuerdo a “La Suca”!, la que era dueña de la carnicería de la esquina de nuestro barrio. Las esquinas de las calles de Quito eran los lugares más cotizados para todo. No hay nada mejor que tener casa esquinera, ni cosa más importante que tener tienda esquinera. Y “la Suca” era la mejor mujer esquinera por donde se la viera. Es que no se puede solamente contar, sino que habría de comprobarse  mirándola todas sus esquinas, de pies a cabeza, de frente y de espaldas, de norte a sur. Me hacía pensar en la bola de la Mitad del Mundo e imaginarme el paso rozante por su línea equinoccial. ¡Cómo sería ella parada entre dos hemisferios, con una teta en el hemisferio norte y la otra nalga en el hemisferio sur!

Toda ella era blanca, pero de esas blancas color de carne transparente, que de tan blancas son rosadas, como pétalos de rosas rosadas que de tanto mirarlas se nos parecen blancas y encarnadas.

La “Suca”, o sea esa gringa de pueblo, tenía el pelo de vaca colorada, o como plumas de gallina bermeja de campo, a las que le brillan todo con el sol.

En su cuerpo estaban todas las proporciones de la carne que vendía. Toda ella era una tercena digna del mejor barrio de la Capital. Tenía pulpas por todo lado, hasta en sus vitrinas más íntimas. Exhibía unas piernas completas de vaca, de las haciendas de Machachi, que las ofrecía al público, tanto para pesar por libras, como hasta por arrobas. Ofrecía costillas tan amplias que no cabrían ni en las parrillas ni en una cama de una plaza en las que dormíamos los estudiantes. Tenía unos brazos  como piernas de huahua, que los extendía para que la gente palpara antes de solicitarle una librita. Yo veía en la cabeza esos grandes ojos tiernos que se habían quedado abiertos de pasión sobreviviendo vivitos en la carnicería. Con decirles que ya no sé si estoy hablando de ella o de la vaca de la bendita carnicería.

A estas alturas del relato ya no importa si les digo que todo el barrio, enfermos de pasión, deseaban besar los  gruesos labios de la vaca o de la vendedora que atraía a sus clientes, siempre vestida con una minifalda, la que se había puesto de moda por esos años. Y se ponía ¡unas blusas!…que para qué les cuento… con un escote tan abierto que parecía que los senos se le iban a salir volando. Todos decían que son como  ubres de  lechera de hacienda. Cuando se movía con el cuchillo cortante, mirando a los compradores, en todo su cuerpo se producía un terremoto. Parecía que se iba a desmoronar el Panecillo que se le había multiplicado por toda su geografía.

A los clientes que acudían más a mirarla que a comprar un tsoto de carne, les provocaba una rara tembladera del cuerpo y una opresión del pecho. Ella se daba cuenta y nos advertía que habíamos llegado con el mal del nervio, pero que con el del toro podíamos mejorarnos, nos consolaba.

Los que hemos vivido en Quito podemos dar fe de la carnicería en la calle transversal llamada “Buenos Aires”. La “Suca” tenía un nombre de pecado. Se llamaba María Magdalena, y debió ser tan pecadora como la de los tiempos bíblicos. ¡Quién fuera Cristo! para retribuirle lavándole los pies. Seguro que los pecados se desvanecerían mirándola de reojo. Pero sacarla de su carnicería era como si se tratara de retirarla de la Biblia. Era para muchos de sus discípulos una tarea que tiene que ver con las mujeres que se llaman imposibles.

No me pueden creer, pero es la pura verdad lo que le pasó a don Alberto Rodríguez, un viejito cascarrabias vecino nuestro. Me contó que un día, sólo por haber visto las piernas blancas y los senos grandes de “la Suca”, casi saliéndose de su blusa, fue a parar al Hospital del Seguro, atacado por una crisis hipertensiva y una taquicardia severa.

¡Casi me voy al hueco vecinito!, me dijo; y sólo por haber visto las piernas y las tetas de “La Suca”.

La biblioteca como patria

Por: Dr. Pedro Reino Garcés (Cronista de Ambato)

No trataré de explicar el tema “La biblioteca como patria” que se explica por sí sola. Puedo citar a muchos autores. Mejor debo remitir al libro de Alberto Bejarano que contiene dicho capítulo. Se trata de entender los textos de Roberto Bolaño que busca puentes sobre abismos (Instituto Caro y cuervo. 2018): “Lee a los viejos poetas, hijo mío/ y no te arrepentirás./ Entre las telarañas y las maderas podridas/ de barcos varados en el purgatorio/ allí están ellos/ cantando/ ridículos y heroicos…/”.

Espero que redescubran quién nos dejó estas lecciones, que en cambio, las tomo de otro libro que nos pertenece a esta biblioteca como patria: “No pocos de sus coidearios de entonces hoy practican un liberalismo solo de nombre. Algunos aceptan que se les endiose o se endiosan a sí mismos al calor del aplauso de sus conmilitones. Bien me señalaba mi gran amigo, más de una vez, que ´los siglos y las razas van pasando: todo acaba, todo cambia: solo Dios es el mismo, solo Dios existe eternamente. Los dioses se fueron, no hay más que un Ente infinito y soberano legislador de cielos y tierra´… En el Ecuador, los malos gobiernos han estragado su carácter público; los vicios de la política han pasado, andando el tiempo, a la conducta privada. La gente bastardea, se estraga cada día: el honor se pierde antes que el valor, y a la vista del mundo acaban de parecer ni honrados ni valientes. El despotismo y la superstición son los más crueles enemigos de los hombres. Por mi parte debo agregar que, en su mayoría son abyectos, mezquinos, estúpidos las más de las veces, banales y vulgares. Por fortuna hay entre mis compatriotas gente sensata, bondadosa y amable, que compensan tamaña impostura” (p. 271).

He terminado de leer el libro “Anhelo que esto no sea París” y me ha quedado un sabor que va entre la melancolía y la indignación. ¡Qué pasión que le ha puesto Alejandro Querejeta Barceló! (Cuba, 1947) al darnos un manjar espiritual, no por lo que relata y la forma cómo lo hace, que es su don de escritor, sino porque nos actualiza en estos precisos momentos de la Patria, la voz de esa conciencia nacional que se han encargado de manosearla y oscurecerla los profetas de las infamias.

¿Reconocieron las palabras de Montalvo?

El libro de 286 páginas contiene la biografía del Cervantes Americano, narrada con un apasionamiento que opera en el lector, no solo con ese discurrir sobre su vida novelable de don Juan, sino que opera una especie de renovación de postulados políticos, morales y religiosos. “La historia, como conocimiento de los errores y de los horrores del hombre, como revelación de que el pasado pesa sobre nosotros con una suma irremediable de desventuras. Aquel pasado del hombre, hecho de infamias y de angustia, no solo es irremediable y jamás dejará paso a un porvenir de alegría, sino que está destinado a retornar eternamente igual a sí mismo”. (Bejarano, p. 93). Y de esto, Querejeta lo que nos evidencia es que, como piensa Nietzsche, hay que poner al arte como barricada.

¿Qué pensamos ahora de estas palabras que hace más de cien años nos dejó Montalvo?:

“Hijos ingratos y desconocidos, fuera poco; hijos bastardeados, hijos viles, hijos esclavos, esto es lo que nos cuadra. Esa sangre preciosa se ha corrompido en nuestras venas, ese ardor celestial ha dejado nuestro cuerpo: ellos fueron grandes, y se alzaron contra tiranos grandes; nosotros hemos gemido al arbitrio de ruines tiranuelos: ¡Qué degeneración! ¡Qué vergüenza! ¡Qué desgracia! (después de) Ser los primeros en el vasto circuito de la América española en alzar la voz y el brazo contra la tiranía”.

Sobre los chinos en el nuevo mundo. 1908

Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Historiador/Cronista Oficial de Ambato

“Otra objeción ha sido presentada frecuentemente a la introducción de chinos (al Perú), se refiere al influjo que pueden ejercer por sus hábitos y sistema de vida en la higiene de la colectividad, y, a la posibilidad de ser portadores de gérmenes de enfermedades peligrosas…” Estamos hablando de lo que pasaba hace cien años en Hispanoamérica. Sobre todo a lo que se pensaba respecto a la inmigración que llegaba al continente en procura de fuentes de trabajo, y en el caso del Perú, estamos hablando de los chinos que llegaban para el trabajo agrícola. Todo el ensayo, ahora sería visto como xenofóbico y paradójico, puesto que invoca la inmigración europea como alternativa de desarrollo, tal como lo compara sobre lo que ocurre en Estados Unidos y Argentina.

Comparto esta lectura tomada de una tesis para doctorado (de mis papeles de reciclaje comprados en los mercados), que bajo el título: El problema de la población en el Perú, la ha escrito Francisco Graña, para la Universidad Mayor de San Marcos, Lima, 1908. En esta publicación aparece el siguiente cuadro que detalla: País o ciudad, población, # de chinos, y peón por millas:

En Buenos Aires, con 950.891 hbs. Había 2 chinos que representaban el 0.0002 por millas. En toda R.
Argentina, con 4.090.111 había 23 chs. Que representaban 0.005. Bolivia tenía 1.816.271 habs. 77 chs. Que representaban 0.04 peones por millas. Chile, con 2.712.145 hbs. Disponía de 992 chinos que era el 0.3 por millas. En Santiago que tenía 256.403 hbs. Había 109 chinos que representaban 0.4. Montevideo con 215.061 habs tenía 120 chinos que representaban 0.5 peones por millas. En EE.UU. con 75.994.575 habs había 89.683 que representaban 1.1. New York con 3.437.202habs tenía 6.670 chinos que representaban 1.9. En el puerto de Callao con 34.436 habs había 719 chinos y representaban el 20.8 de peones por millas, y Lima con 140.884 habs tenía 6.000 chinos que corresponde a un 42.5 por millas.

Qué opiniones se tenían sobre los chinos? Veamos alguna que otra que apunta la tesis: “Inteligente, laborioso, de una paciencia sin igual, sujeto solo a necesidades rudimentarias, el asiático, en particular el chino, puede dedicarse a todo género de trabajo por penoso y humilde que él sea, aunque las condiciones propias del lugar puedan ser adversas para su salud o vida, parece usufructuario único del don de adaptarse bien a cualquier empleo y medio… Ha dado pruebas de ser el bracero más conveniente para nuestra agricultura” (p. 23).

Se comenta que hubo una peste bubónica en Lima (1901) “se demuestra que el mayor coeficiente de mortalidad corresponde a la raza china”. De los blancos (con mejores condiciones de aseo) murieron poco más del 35%; los mestizos, el 43.37%; los negros el 47,27%. Indios murieron el 50,24%. De los chinos murieron el 93.10%. Sanaron solo 2 de los que enfermaron. Todo esto se argumenta a la terrible calidad de vida que soportaban en calidad de inmigrantes bajo control de sus explotadores.

El antecedente de la inmigración china al Perú está dada por la “despoblación nacional”, argumentada por el Dr. Leonidas Avendaño, en un discurso de apertura de la universidad en 1901. Se critica la situación paupérrima de servicios de salubridad y “las múltiples necesidades higiénicas de la nación”. Lo que vale comentar es la opinión que ya se tuvo hace cien años sobre Cuba, en el mismo texto: “Cuando el pueblo americano realizó la emancipación de Cuba e intervino en su organización como país independiente, las primeras manifestaciones de su misión civilizadora, se tradujeron en saneamiento de sus campos, la higienización de sus ciudades, en la mejora, en fin, de las condiciones biológicas de la colectividad, como base de su futuro desenvolvimiento intelectual y moral” (p.52) ¿Qué mensaje nos queda? ¿Cuáles son las condiciones de salud del pueblo ecuatoriano en 2020? ¿Qué quiere decir el gobierno cuando autoriza a laboratorios particulares un diagnóstico de la pandemia de coronavirus? ¿Está pensando en salvar a la población o en establecer selectividad?

En realidad, frente a estos conflictos sociales, conviene evidenciar lo que pasa hasta en las guerras, donde mueren los soldados defendiendo patrias de los dos bandos. El doctor Louis Livingston Seaman al hablar del triunfo de la guerra del Japón, ha dejado un apunte que transcribo: “En la guerra ruso-turca 80.000 murieron por enfermedad y 20.000 por la acción de las armas de guerra…en la campaña de Crimea los ejércitos aliados perdieron 50.000 por enfermedad y 20.000 por las heridas, y se vieron desaparecer regimientos enteros víctimas de enfermedades sin que un solo soldado llegara a las líneas de batalla. En nuestra guerra con México la proporción de pérdidas fue, más o menos de 3 por enfermedad y uno por bala; y en la guerra civil, la misma proporción aproximadamente. En números redondos, de los cientos de miles de muertos que ocurrieron en este conflicto, casi las tres cuartas partes se debieron a epidemias…pero el colmo de lo condenable nos estuvo reservado en nuestra guerra con España, donde en 1898, la ignorancia e incompetencia, sacrificó por cada víctima de bala, catorce por enfermedad. Y esto todavía en una campaña que duró únicamente seis semanas.”

No podemos vivir de la mentira y el engaño en torno a la salud. Mirar nuestras calles llenas de basura, tomar como cosa natural que los productos comestibles se expendan en las aceras de las calles donde todos se orinan. Vivir entre mierdas de ejércitos de perros callejeros. Pagar a los municipios por el aseo y recolecciones de basura a irresponsables que contestan groserías cuando pasan sin cumplir correctamente sus tareas. Ver cómo desde camionetas y vehículos particulares y públicos se arrojan las basuras a la vía pública que dicen ser rutas turísticas. Esta es la vergüenza enraizada que queremos cambiar de una plumada ante una emergencia. De la porquería no nos salva nadie.

Corona virus y la ciudad de las bestias. 2020

Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Historiador/Cronista Oficial de Ambato

“Al día siguiente, cuando Iyomi estuvo segura de que Jaguar y Águila todavía estaban allí, autorizó a la tribu para presentarse nuevamente ante los nahab para vacunarse. Ni ella ni nadie pudo explicar lo que sucedió entonces. No supieron por qué los niños forasteros, que tanto habían insistido en la necesidad de vacunarse, saltaron de pronto a impedirlo. Oyeron un ruido desconocido, como de cortos truenos. Vieron que al romperse los frascos se soltó el Rahakanariwa y en su forma invisible atacó a los indios, que cayeron muertos sin ser tocados por flechas o garrotes. En la violencia de la batalla, los demás escaparon como pudieron, desconcertados y confusos.” (Allende, Isabel, La Ciudad de las Bestias, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 2002, p. 282).

Si hubiese leído primeramente el antecedente libro, seguro que no me dejo vacunar contra la gripe. Estaban los de las brigadas médicas en campaña por la amazonia ecuatoriana, hace un par de meses insistiendo a los de la “tercera edad” que si nos dejábamos vacunar nunca más tendríamos gripe (como decimos acá), y advierto que ahora mismo escribo con moquera. ¿Qué agüita me inyectarían?

Pero el caso es que entre la incertidumbre y las pandemias los imperios manejan a su antojo el pánico. Rahakanariwa es el espíritu del mal el que nos inyectan cuando hay contubernios perversos. Con la apariencia de preocupación, quedan a un lado todas las ocupaciones administrativas de los altos, medianos y bajos funcionarios, por ese extraordinario afán de no dejarnos morir contagiados, cuando tienen otras maneras de exterminio, un poco más sádicas, como matarnos de hambre, apuñalados por la violencia social, por los transgénicos, por los dilatados turnos para las consultas con el seguro social, por la falta de medicinas, por la inseguridad vial, por el narcotráfico, el coyoterismo, el alcoholismo, los desequilibrios sicológicos y los procesos de enajenación mental que afectan la salud emocional debido al envenenamiento masivo impartido por los medios de comunicación al servicio de las estructuras del poder.

Lo del libro de Allende resulta oportuno e impactante por cuanto el exterminio de las llamadas tribus amazónicas de Brasil y Venezuela, tiene que ver con intrincados intereses de quitarse de por medio a los indios estorbosos. Los grandes empresarios entran en juego hasta con afamados antropólogos que ponen opiniones “científicas” hasta de canibalismo y ferocidades inauditas de los nativos, cuando estos evidencian una natural resistencia a la enajenación de su hábitat y a la destrucción de la naturaleza que les da el cobijo y el sustento. El método biológico, como dice la autora, resulta silencioso y efectivo.

La careta de proteccionismo, es una máscara perversa del capitalismo paranoico. Plantas, animales y gente somos víctimas de esta pandemia de pensamiento hostil en contra de los “estorbos” a sus alucinantes intereses. La humanidad contemporánea parece que se alimenta de odio y de persecuciones. Inadmisible que los chinos derrumben al imperio yanqui, piensan unos. Inadmisible que Israel se deje imponer de Palestina, piensan otros. Hay que hacer murallas entre México y el Imperio. Hay que bloquear a Cuba, hay que tener mucho cuidado con Corea del Norte. ¿Verdad que hace una falta urgente actualizar el Antiguo Testamento para ver cómo hay que repartirse el mundo?

Gringos vs. Aucas. 1956

Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Historiador/Cronista Oficial de Ambato

Después de lo ocurrido el 8 de enero de 1956, fecha en que murieron “cinco misioneros sacrificados por los aucas: Nataniel Saint, Eduardo McCully, Rogerio Youderian, Jaime Elliott y Pedro Fleming”, pasaron cosas extrañas. Estos gringos llegaron en su “avioneta divina” convencidos de “que tenían una preparación excelente, una inteligencia extraordinaria, y sobre todo una unción espiritual del poder de Dios, que los hacía sencillamente atractivos” (Savage Roberto, y Andrade Crespo José, El Drama del Curaray, Ed. Artes Gráficas, Quito, ¿1956?). No pudieron con los aucas, que se supone son los primeros hijos de ese mismo Dios, del que los gringos les vinieron a predicar. Claro, traían el verbo de la domesticación para detectar y extraer su petróleo.

Saint, que era piloto de la segunda guerra mundial, y que tenía a su haber siete años de haber incursionado en la jungla, en sus discusiones con pastores protestantes en la Iglesia del Divino Redentor en Quito, había dicho que los aucas eran una petrificación de la edad de la Biblia.

Al discutir el por qué andaban desnudos tanto hombres como mujeres, unos decían que no se habían puesto hojas de parra porque no las había en esos climas, o porque tenían que importarlas de otros mundos. Los hombres no se ponían hojas, porque les tapaba, no solo lo que tenían sujetado a la cintura con el cordón “Komi”, sino todo el cuerpo. Las mujeres, porque no necesitaban de quién taparse, hasta que habían llegado los gringos que eran caníbales. Otros decían que ellas no querían taparse con hojas para tener las manos libres.

También contaban que las esposas de los misioneros les habían mandado, en una de sus incursiones al Aguarico, calzonarias para las mujeres, pero que luego de colocarlas, no las habían resistido, porque en ellas habían hecho nido las hormigas “saca calzón”.

Cuando otro de los misioneros conversaba que le había dado un ramilletito de flores silvestres a una de las muchachas Dayumas, en señal de amistad; ellas no lo entendían por qué les daban cosas que servían de atractivo a las avispas, a los tábanos y a las hormigas, pero que parecía que estaban agradecidas con las intenciones de los gringos. También recordaban que les habían regalado gafas, paraguas y corbatas usadas a indios de Shell-Mera; y que semanas después, un indio Palate se les había aparecido en el pueblo, desnudo, y usando tan solo sus obsequios: estaba con paraguas, gafas y corbata; y en pelotas.

Rogerio Youderian, que dirigía la construcción del Hospital Voz Andes de Shell-Mera, decía que el Creador había olvidado a los aucas en la selva debido a un conjuro practicado por los shamanes que curaban todo con barbasco y ayahuasca, más otras hierbas que permitían ver el futuro mejor que nadie. Tomando algún sorbo que le dieron los indios pudo recordar sus tiempos de combatiente en la Segunda Guerra Mundial, como valeroso soldado americano, héroe del imperio yanky.

Roger Youderian “frecuentemente logró escapar de serios peligros en medio de las batallas con los japoneses, sin embargo una lanza de tres metros de largo arrojada por un auca le causó la muerte” (Savage Roberto, y Andrade Crespo José, El Drama del Curaray, Ed. Artes Gráficas, Quito, ¿1956?).

Roger murió viéndoles los ojos a los aucas, y acordándose de los japoneses. Vio cómo volaba una lanza de tres metros, de chonta, cual avión de combate piloteado por un auca, con lo cual se aceleró su llegada al paraíso y al panteón norteamericano. Lastimosamente nadie ha recogido el nombre del waorani para hacerle un monumento en la selva, sobre todo por tener el mérito de haber derribado con su lanza, a un héroe, piloto norteamericano. Y Así las cosas, Dios se olvidó de los aucas y confundió las religiones con las aberraciones de los gringos.

Fruta, precios y fiesta. 2020

Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Lingüista e historiador/ Cronista Oficial de Ambato

Volvamos a lo mismo, solo que esta vez este comentario se focaliza a nuevas autoridades en el poder, que seguramente tendrán otra iniciativa, no para hacer fiesta, puesto que para eso somos campeones; sino para ponerse en los zapatos de los fruticultores de Tungurahua. La crisis del campesino de Tungurahua es tan grave que resulta un sarcasmo el discurso y el hecho mismo de hacer fiesta frente a una comercialización de la fruta que ahora mismo “está por los suelos”.

Los campesinos fruticultores me han pedido que insista en este tema, (por lo menos para dejar constancia) porque cuando salen al mercado con la producción frutal de temporada, se encuentran con que una caja de Claudia no pasa de 3 dólares, “cuando hay quien pregunte”, dicen. Una caja de pera bordea los cinco dólares y así por el estilo, si se sabe que la caja vacía cuesta un dólar y medio. ¿Y el transporte? Pero hay que hacer fiesta por la producción que “redime” (según la misma cantaleta de los demagogos) al campesino que no pasará de recibir pagos decepcionantes frente a la inversión y a la expectativa de esperar un año a que las matitas den su fruto.

Hacer fiesta como motivación al turismo no está mal; pero promoverla en nombre de la producción frutal está, desde hace rato, siendo una tomadura de pelo y una ofensa a un verdadero motivo de identidad cultural sostenible, que está en manos de quienes labran la tierra, la abonan, podan las huertas, fumigan, y trabajan con la esperanza de tener alguna utilidad; y si algo queda, deberían tener el gusto y la alegría de disfrutar de su rentabilidad, porque su trabajo ha merecido alguna sobrada ganancia. El caso es que la Fiesta de la Fruta, ahora mismo es un asunto netamente urbano, desvinculado por razones históricas de la idea original. Se la hace con artistas contratados a buenos precios que vienen de otros lados, con gente que vende carioca, con hoteleros que hacen sus reservas y con otros protagonistas económicos que en nada benefician a los campesinos que resultan ser los dueños del concepto “del fruto y de la flor”.

Tanta iniciativa que se gastan en campaña es que la pongan en práctica. Apartémonos de pensar en “la fiesta” y veamos cómo salvar la identidad y la vocación de esta tierra de ser apta para ofrecer tanta delicia, que es más poética que industrializada, más fotografiada que vendida y consumida. Apliquen ideas sobre lo que se puede hacer para renovar el agro. No ha de ser subir las tarifas de agua de regadío, subir impuestos a los predios. Tener tierras ahora no es ser rico, como antes, dicen los campesinos, sino ser esclavos manipulados que, sin otra alternativa, hasta arrancan los huertos para ver qué sembrar como más rentable para sobrevivir en la pobreza y entre el desempleo.

Conectar productividad con festejo, ruralidad con mentalidad urbana, carnaval con terremoto, desatención al agro con reinitas de barrio, etc. Es otra cosa. La integración va más allá de los desfiles, va más allá de los puestos que revenden en las calles para mirar lo que pasa; sobrepasa la mentalidad estructurada de los organismos administrativos de vender puestos que llaman estands, vendan o no vendan los productos los contribuyentes que buscan negocios con la idea de la fiesta. Si se trata de un festejo agro cultural, para que no desaparezcan los huertos de Tungurahua, hagamos una fiesta concomitante con el pensamiento de quienes defiendan los sacrificios de los campesinos y fruticultores, desde cuya voz han salido estas palabras.

Los provincianos ricos de 1920

Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Historiador/Cronista Oficial de Ambato

Donde está la plata, está el poder. Nadie lo discute. Es una utopía creer que las oligarquías son mayoritariamente cultas como para decir: donde está la plata está la educación, el cultivo del arte, la edificación del espíritu superior. En el mejor de los casos, las élites se han preparado para ejercer el control social y detentar la ubicación en la cumbre de la pirámide.

Estas reflexiones me vienen después de ver una lista de publicaciones sobre comerciantes y capital con el que giran. Esto en el Ecuador de 1920. Mi interés por este tema está ligado a mirar las diferencias de poder económico de los empresarios, según algunas provincias que las he tomado para este muestreo. El dato no es periodístico, sino del Ministerio de Hacienda, publicado por la Imprenta Nacional en dicho año, 1920. Son los ricos de hace cien años.

Tulcán, por el comercio con Colombia tiene registrados a los siguientes capitalistas: Con 15.000 sucres, Federico Guamán; Tres con 8.000 sucres: Manuel Oña, Luis Cisneros y Adolfo Coral. Le sigue Manuel Ortiz con 7.000 sucres de capital. Comparando con los capitales que tienen los ibarreños tenemos que el más rico maneja 20.000 sucres: Javier Mucarcel. Igualmente he puesto a tres que manejan cada uno, 12.000 sucres: Iván Endara, José Miguel Terán, y los Hermanos Zaldumbide. Luego viene un Jacinto Pankieri que declara tener 10.000 sucres en giro. En un primer balance digamos que la plata no estaba en la frontera.

Miraba con curiosidad lo que pasaba con Otavalo, y resulta que quien aparece como más rico es don Fernando Pérez Quiñones, que declara 120.000 en giro. Luego viene Francisco Dalman con 80.000 seguidos por dos de a 20.000: José M. Larrea J. y Luis María Freile. Luego aparece Nicolás Paredes con 16.000 sucres. Los entendidos sociólogos y economistas sabrán sacar sus propias conclusiones.

Antes de mirar algo de los capitalistas de Quito y Guayaquil, veamos algo de los tungurahuenses. En Ambato se registra: Vela & Charpantier, compañía, con 120.000 sucres de capital. Le sigue Jijón y Caamaño Jacinto con 100.000 sucres en giro. Joachin & Pachano con 80.000. Luego vienen dos de 50.000: Naranjo Ángel María, y Alfonso Troya. Alfonso Álvarez declara 35.000 de capital, seguido por algunos de 25.000 que son Garcés Raza Elías & Hno. Samaniego & Cía. Hay muchos de veinte y de quince. La brecha cantonal es drástica. Elías Cisneros es el más rico de Pelileo con 3.000, seguido por Juana Chacón con 2.000. En Píllaro Antonio Suasty declara 4.000 de capital; y hay tres que declaran 2.000: Manuel María Amores, Antonio y Eloy Vargas.
El más rico de Guaranda es un Nicolás Dahik, con 10.000 de capital. Otro Nicolás de apellido Nollar declara 8.000, seguido por tres de 7.000: Mercedes B. González, Leopoldo J. Jaramillo y Luis del Pozo. En Riobamba la Fábrica de Tejidos El Prado declara 100.000 de capital. Le sigue la Empresa de Luz Eléctrica con 70.000. Después viene José María Falconí con 40.000, y dos de 20.000: Cura Jorge y Luis Ricardo Gallegos.

En Quito hay dos empresas millonarias, cada una con un millón: la Compañía de Crédito Agrícola e Industrial; y, The Quito Electric Ligth. Luego viene la Sociedad Funeraria Nacional con 300.000 de capital. Vuelve a aparecer Jacinto Jijón y Caamaño con otros 100.000 y los demás con decenas de miles. En Guayaquil está la plata de este país: el Banco Comercial y Agrícola manejaba 8 millones. La Asociación de Agricultores: dos millones. Siguen Banco del Ecuador con un millón y medio. Compañía Nacional de Seguros Contra Incendios: 1’375.000. Guzmán e Hijo Lizimaco con 1’300.000. Ecuador Brewerias cía. 1’245.000. Banco de Crédito Hipotecario con un millón. La lista de quienes tienen centenas de millones es abundante, y contrasta con las decenas escasas de las demás provincias.

Cosas de la tauromaquia. 2020

Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Historiador/Cronista Ofcial de Ambato

A nosotros nos toca ver la tauromaquia, entendida como una lucha contra el toro, como refiere la etimología griega, desde dos perspectivas sociales. Las “corridas populares”, y los “toros de cartel” elitista, que se cree que está en el “placer estético” y con el que se deleitan los adinerados.

Todos sabemos que en América, la colonia acarreó e implantó dos clases de toros: los que se sometieron al “yugo servil”, y civilizadamente sirvieron para roturar la tierra; y los que fueron recluidos en esa especie de conventos del salvajismo, en apartados rincones, con nombres de familias de tradición cornufiliática, o cornamentera, refundida en apartados parajes de sus latifundios, para que mantuvieran esa ‘casta’ genética, de ser un “pura sangre”, conforme a los abolengos que necesita ser extrovertida la bárbara aristocracia de esas bestias. Pruebas al canto, el país ha sido manejado por tauromaquiavélicos que han llegado a Presidentes.

Se dice que lidiar toros es un arte. Pero es bueno repensar quiénes habrán difundido esta idea: los ideólogos del ocio que camuflaron los desafíos sexuales al poder de la virilidad. ¿Qué otra cosa es un torero de cartel?

Creo que también es más pragmático el sentido estético de haber enseñado a los toros el arado. Se contraponen dos criterios: los que generaron entretenimientos del peligro, versus los trabajadores que sometieron la fuerza salvaje de la bestia en beneficio del sustento alimentario. Estoy tratando de entender a un español del siglo XI que habría visto en estos bichos esa doble utilidad que tiene la domesticación de los animales: lo práctico-utilitario y lo artístico. Para el siglo XIII, España se alistaba a festejar con toros, unas corridas de sangre que ya se practicaban en Roma con leones y también con toros.

No vamos a detenernos en el historial de las culturas en el mundo relacionadas con los toros, pero una de las informaciones más antiguas, tomadas de las tablillas sumerias y revertidas en el Gilgamés, 3.000 antes de Cristo, los dioses ya crearon un “toro celestial” que fue vencido por los hombres y ofrendado su corazón al Dios Shamash que es el de la muerte. La diosa Ishtar, defensora del Toro Celestial, es ofendida por los héroes humanos que castrando al toro, lanzaron sus genitales a su rostro…(De Sumer a la Grecia Clásica, I, p. 47). Tras todos estos mitos, tenemos a flote el símbolo de la fortaleza y la virilidad imbricada en el toro, y la devoción femenina. Sin más argumento, hagamos reflexiones sobre nuestros toreros:
Los españoles nos trajeron los toros: los de arada y los de “corridas”. ¿Cómo actuaron en los festejos con toros, en nuestra América? Pues con el surgimiento diversificado de toreros: los entendidos en el arte y los cholos e indios ebrios que se lanzaban a la sordina. Los peninsulares se convirtieron en los “maestros” de la tauromaquia, y los indios y mestizos en aprendices de otras formas de morir corneados y cuerneados. Ricardo Palma dice que la primera corrida taurina que se dio en Lima fue un Lunes 29 de marzo de 1540: “Desde los días del Marqués Pizarro, diestrísimo picador y muy aficionado a la caza, hubo en Lima gusto por las lidias, pero la escasez de ganado les hacía imposible”. Pizarro toreó, seguramente montado a caballo como rejoneador, de 72 años, y un año después fue asesinado por los almagristas, un 26 de Junio de 1541. Prueba que se salvó de la bestia pero no de la política.

En Quito, la historia dice que la primera corrida se dio en 1594, en homenaje al presidente del Cabildo, pero la tradición más fuerte por las corridas de toros populares se dieron por la iglesia que ofrecía semanas enteras de toros por las consagraciones del vino, por canonizaciones de los santos, como la de San Jacinto en Roma, por Corpus Cristi y hasta por el retorno del Rey Felipe III con su mujer Margarita de Austria-Estiria por inicio de los 1600.

En Ambato, se formaron comisiones con priostes y “mayordomos de toros, fuegos y comedias” con motivo de la erección de Ambato en Villa. Esto ocurrió un 14 de octubre de 1757. El documento dice: “mayordomo de fuegos y toros don Alejandrino de Báscones = don Pedro de Erdoiza = don Juan Antonio Arias = Don Juan Salgado = Cristóbal Núñez el de Santa Rosa”. La conformación de esta comisión, entre otras, está registrada en el Libro de la Cofradía de Nuestra Señora del Rosario, fundada en la iglesia Matriz de esta villa de Hambato, a cargo del cura teniente vicario y juez eclesiástico de esta villa, el señor Ministro don Pedro Bernardino López Naranjo, cura y vicario propietario”( Pedro Reino, Proceso de la Creación de la Villa de San Juan de Hambato, p. 50)

Resulta que con el paso de los tiempos, “los toros”, es decir, la tauromaquia, se han vuelto cosas de la “tradición”, palabra que significa entre nosotros que se hacen y se practican estos festejos, sin poner de por medio ni la historia ni la reflexión. Una de las principales responsables de nuestras “tradiciones” es la iglesia, que también propuso y nos ha enseñado religión sin reflexión. Así surgieron los toros mestizos, medio irracionales, que a veces aran la tierra y otras embisten en el festejo: “Mata cholo”, incentivaban los salasacas al toro Barroso, al Diablo y a unas vacas flacas que bandereando sus ubres haciendo correrías buscaban a los acosadores silvadores mestizos para desquitarse con sus cuernos. Mata indios acosaban a los toros de Atillo y de las haciendas de Yana-yacu que traía Don Basilio de por arriba de Mocha, para imponer respeto en las corridas. Mientras tanto los de Píllaro casi pierden su nombre ancestral por Huagra Huasi (casa del toro) porque los Llanganates se habían vuelto de pura casta. Por estar subidos al Casaguala, los toros de Quisapincha perseguían al que sea y podían destripar en nombre de San Antonio, tal y como les había enseñado el cura Anrramuño desde la Colonia. Y en Ambato, la “tradición” de los hacendados fue encomendada a Nuestra Señora de La Merced que ofrecía espectáculos más “civilizados”, con toros que habían aprendido a discriminar los olores de la muleta: una cosa es el rojo de la bandera española, que huele a baúles de la aristocracia; y otra cosa es el rojo de los ponchos indios que huele a rebeldías y a levantamientos. El dicromatismo de los toros está descartado.

El toreo ha tenido sus defensores y sus detractores. Creada la república, Juan José Flores y García Moreno estaban en contra de las corridas taurinas, por ser cosas del salvajismo que ellos mismo practicaban. Ahora mismo, las cosas están más complicadas en todo el mundo, porque estimo que los toros ya terminaron en la domesticación definitiva y los toreros ya no necesitan vestirse de luces para demostrar su camuflado feminismo ante la bestia que les representa el machismo destripador, de la que se burlaban. Una fiesta con toros, demostrará el grado de evolución del “simpatizante”. Para matar a una bestia peligrosa ahora no se necesita arte, sino astucia y desfachatez. Torear significa entender nuevas razones que chocan con las tradiciones.

Quito

Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Lingüista e historiador/Cronista Oficial de Ambato

Quito es una mujer vencida recostada en un laberinto profundo de impotencias en medio de los lomeríos abandonados a la fertilidad de sus descubridores pasados y presentes. Quito es una hembra acosada por los políticos que tienen convertidos en lechos de placeres los entornos de la Plaza Grande. Por eso está llena como una cama de historia, como una concubina preñada por desconocidos. A veces aborta sucesos, grita y se desgarra; hasta que alumbra independencias. Siempre engendra luces y sombras renovando su virginidad protagónica. A veces canta victorias y otras, oculta sus derrotas. Es algo así como una fémina ninfómana que esconde la trampa del deseo.

Quien llega a ‘la Capital’ toma un orgullo raro. Ese que le salta al ego desde esa evaporación triunfalista de los republicanos. Orgullo de “chulla quiteño” con corbata y sin camisa, apariencia de puños y de cuellos blancos que engalanan la demagogia de sus ropajes y de su verbo de “plantillas”.

Quito de las décadas de los sesenta y de los años setenta era un cholerío andino de inmigrantes provincianos con sabor a pueblo grande en el sentido más hermoso que tienen nuestros espacios urbanos. Quito era la patria nueva de los expatriados de sus pueblitos humildes que sufren de recaídas del abandono sobre sus piedras del coloniaje.

El Quito al que fui a estudiar en la facultad de Medicina de la Universidad Central, después de un año de haber terminado el servicio militar obligatorio, era un laberinto de piedras históricas y de palabras fogosas que se aplacaban con los discursos de los ‘salvadores de la Patria’. Cuando pasaba por esas calles repletas de balcones sabía que en todos ellos todavía vivía Velasco Ibarra y resucitaba la misma demagogia desde cualquier calavera con un dedo acusador que volaba por los aires. Me iba por la “Calle de las Cruces” pensando en que García Moreno estaba parado ahí, como un ídolo torpe, con esa obsesión empedernida que hasta se lo veía descascarándose de la mierda de las palomas. Siempre que oía los disparos de la policía persiguiendo a los guambras de las manifestaciones, me llenaba de rabia por lo que le hicieron a Eloy Alfaro en nombre de la Patria convertida en balas y en obsesiones.

Y cuando veía las cúpulas de las iglesias coloniales, pensaba en tantos curas sin cabeza, en tantos padres Almeidas dotados de tremendas herramientas para fecundar la fe, principiando en los monasterios. Pobres Cristos crucificados que oían lo que repetían los frailes: “hasta la vuelta Señor”, cuando se escapaban por los ventanales de la fe a practicar las pedagogías del amor en los conventos llenos de palomas inmaculadas.

Y hasta me encontraba con los hijos de Cantuña y de Caspicara, corriendo de loma en loma repletos de bailejos, plomadas, niveles, brochas, pinceles. Recuerdo cómo iban capturando a su paso los rostros de sus cristos diarios, y de magdalenas de rostros aborígenes. Llegaban a “la obra” y seguían dejando inconclusos los techos de las casas para que puedan entrar y salir los diablos que necesita una ciudad para mantener sus tradiciones.

El Presbítero Juan Pablo de Santa Cruz y Espejo. 1825

Por: Dr. Pedro Reino Garcés
Historiador/ Cronista Oficial de Albato

Este acercamiento investigativo sobre la vida del hermano de Eugenio de Santa Cruz y Espejo, de quien nada, pero absolutamente nada se dice en las biografías del Precursor de la Independencia, resulta un aporte que esclarece las biografías romanticonas que hemos aprendido. Todo está enfocado a proyectar la imagen del médico. Ahora que tenemos el dato de su hermano Juan Pablo, podemos decir que hay muchas cosas para volver a repensar sobre aquello de su apellido Chusig, sobre la importancia intelectual de la familia o de los curas que trajeron a su padre desde Cajamarca, sobre la legitimidad del matrimonio de sus padres, etc. Lo que sí va claro es que este presbítero fue también un pensador que no se atemorizó ante las ideas tontas de los esbirros de su tiempo que se escandalizaban porque les afectaba que les digan verdades que incomodan a los dueños del poder. Este sacerdote progresista sufrió también, las persecuciones políticas, según pueden leer en el documento ubicado, por mi investigación, en el Archivo Nacional, en Quito, fondo especial de la Presidencia de Quito, 1825.

Al hablar de un concurso de méritos se señala “…en primer lugar al presbítero Juan Pablo de Santa Cruz y Espejo, cura propio de la parroquia de san Lorenzo de Tanicuchí, opositor al presente concurso, examinado y aprobado, hijo de legítimo matrimonio. Estudió Filosofía y se graduó de Bachiller, ascendió al Presbiterado, a título de la Misión de Maynas, y sirvió en ella diferentes doctrinas a satisfacción de las respectivas autoridades. Fue cura interino de Cusubamba por un año. El año y siglo pasado de 1786, antes de la división de este obispado, se opuso y fue instituido cura del Balsar el 12 de enero, y por las enfermedades que contrajo en lo áspero y penoso de esas montañas, sirviéndolo algún tiempo, lo renunció. Acompañando a su finado hermano el Doctor Eugenio de Santa Cruz y Espejo, pasó a la capital de Bogotá con las correspondientes Letras comendaticias, y en el Obispado de Popayán se le dio la Capellanía del Hospital. Restituido a este su domicilio, la extinguida Inquisición le comisionó la revisión de Libros prohibidos, y el de 1794, le nombró el antiguo tribunal de su capellán. Por oposición fue colacionado en la Montaña de Pallatanga, que por iguales causas a los del Balsar, la renunció. En el concurso del año de 1814 se le confirió el curato de Aláquez, y por permuta pasó al de Calacalí. En el año de 1821 se le promovió al que posee. Ha reparado las faltas de las respectivas iglesias, residiendo material y formalmente llenando los deberes de su Ministerio y observado una conducta irreprensible. El año y siglo pasado de 1793 se le denunció haber concurrido a fijar en varios lugares principales de esta capital unas banderas, proclamando por la Libertad civil y política, y fue reducido a prisión por 14 meses en las Cárceles de Corona y pública de corte; se le siguió Causa de Estado por ambas potestades, y desde aquella época hasta el día ha conservado sus sentimientos liberales, siendo su casa y familia el blanco de la saña del Despotismo Español, comprobándose con el saqueo que sufrió en Amaguaña donde hacía de Cura Escusador a la entrada del General Montes, quien lo declaró en bando público, por uno de los proscriptos y lo remitió con una arroba de fierro a Guayaquil. En el de 1822, auxilió con cuanto estuvo a su alcance a las partidas de tropas libertadoras de los señores comandantes Cestareo Chiriboga e Illingrot, y Gil Rodríguez, de que le dio las gracias a nombre de la República el Excelentísimo Señor Gran Mariscal Antonio José de Sucre, cuyo documento protesta presentarlo si se considera necesario, como ha presentado los que comprueban sus anteriores servicios a la iglesia y a la República. Designa el curato vacante de Cajabamba».