Del amor*

Por: Dr. Marco Antonio Rodríguez 

El tiempo amoroso no permite ajustar el impulso y el acto, hacerlo coincidir. Miedo padecemos los humanos en este tiempo, así no sea revelado sino apenas secreto, más aún, tan solo presentido.

La pasión amorosa es un delirio, pero el delirio no es extraño, todo hablan de él, está ya –a fuerza de pronunciarlo- sumiso a nuestras veleidades. Lo que sigue siendo aún enigma –así la ciencia nos haya develado el microcosmos de la endorfina- es la “pérdida del delirio”, porque, perdido este, se ingresa de bruces en el duelo real, es la “prueba de la realidad” lo que nos muestra que el objeto amado ha cesado de existir. Pero en el duelo amoroso, el objeto amado no está muerto ni distante. Somos nosotros quienes decidimos que su imagen debe apagarse. Durante este irrazonable duelo, sufrimos dos condenas opuestas: sufrir porque el otro esté presente (sin cesar, a pesar suyo, de herirnos), y dolernos porque esté muerto (tanto al menos como lo amaba). Cierta filosofía fácil para aproximarse a lo expresado afirma que el amor es eterno mientras dura.

Puesto a explicar lo que somos los seres humanos, hallamos que, por encima de cualquier singularidad, lo mejor que nos identifica es, acaso, nuestra necesidad delo sagrado, así esta se resuelva en las búsquedas imposibles que realizamos durante la vida (libertad, paz, justicia, igualdad). La mayoría, por cierto, vive aferrada a la fe de un dios. (La frase de Berton: “Mi ateísmo es una creencia”. O el caso de Voltaire, el filósofo ateo por antonomasia, que murió gritando: ”Ahora se me echará al infierno”. Confieso que mi agnosticismo revela desazón por no poder creer, más que una convicción. Tal vez, por eso, creo que todos los seres humanos estamos condenados a un dios: no importa cuál sea la forma en que este apremio se manifieste: desde un ser supremo a la consagración de la metafísica, pasando por las deidades frívolas: poder, ambición, egolatrías, vanidades… El Físico nuclear Franz Capra sustenta que es fácil probar esta evidencia entre los resultados de las filosofías y los de la moderna física atómica, provocándonos con esta aseveración:” Los pueblos primitivos –asegura-, a los cuales se les sustraía de sus rituales religiosos, se depauperaban de tal modo que llegaban a desaparecer. Igual sucedería con la humanidad de este nuevo siglo, aunque el proceso sería fulminante, tal es su vacío…”.

Eros, cuentan los griegos, dios perverso cuyas flechas no respetaron ni a su madre ni al mismo Zeus, amó a una hembra mortal, Psiquis. Esta debía sufrir castigo divino, era esclava no ama de sus deseos, pero emergió de los espacios de Plutón y Prosperina – esa zona no constituía el infierno sino un sitio de muerte pero también de raíces-, y logró unirse a Eros. Eros: luz y tiniebla. Psiquis jamás pudo verlo –la pasión ciega-. Su entrega (acto de ceder) es la esencia del erotismo. Desate de nuestros sentidos. Gozo. Éxtasis de nuestros instintos. No perpetuación. Fusión dócil o borrascosa de dos cuerpos (las dos, figuras inocentes) para acceder a la única muestra de infinito que se nos es permitido aquí en la Tierra.

“Como el toro me crezco en el castigo,/ la lengua en corazón tengo bañada/ y llevo al cuello un vendaval sonoro./ Como el toro te sigo y te persigo,/ y dejas mi deseo en una espada,/ como el toro burlado, como el toro”. Miguel Hernández. La palabra del poema convoca a la carne que viene desde el fondo de la memoria, desde el fondo insondable de lo que no pudo ser. Es la soledad que no se nombra pero que escinde de un solo golpe de nuestro ser. La alfanje que parte, pero que, sin embargo, trama el retorno de aquello lejano que sin haber sido fue. En la clausura del amor burlado, a instantes del olvido, emerge el espectro del amor. Después del jadeo inevitable, cuando empieza el silencio –el más solitario por ser el más extraño-, después del acto amoroso (hablo de muerte), el hombre regresa, raudo y perplejo, a la caza del amor. “Amada, descendiendo/ por tus aguas y tierras, sollozando,/ me estoy como viviendo,/ reclamos afilando/ a mi vivo morir que va tardando”. Francisco Granizo.

Descenso al amor: infierno y paraíso. Hundimiento en la carne por al carne que es el vivir y el morir. Por eso, quizás, no acierta Baruch de Spinoza al enunciar que del amor o del ser amado solo brota alegría. Amor es dolor engendrado en la exigencia de perfección que inconscientemente demandamos del “otro”. Sin embargo, tenemos la perfección porque intuimos que es la muerte. “Te amo como a mi muerta…”, exclama la amante a su amado en Matador, el filme de Almodóvar, antes de consumar su ansiado ceremonial de morir matándolo. ”El erotismo es la aprobación de la vida hasta la muerte”, confirma Bataille. El amor, en cambio, es, por sobre todo, elección, acecho y dominación del ser amado. El fin: cautivarlo en cuerpo y alma hasta que esa esfera se desgaste o estalle. “Mi amor es mi peso –dice Agustín de Hipona, el más amantísimo de los hombres-. Mi amor es mi peso. Por él dondequiera voy”. Camino. Horizonte. Espejismo más que visión. Espesura, pérdida, trofeo y censura. Gozo, delirio, tedio y morada.

Nada sabemos sobre nuestras pasiones, solo que están con nosotros desde el principio de nuestras vidas. Más fuertes que nuestra naturaleza, nuestros usos o nuestros pensamientos. No nos pertenecen. Nos poseen. Nos preceden y, por eso, deciden nuestros gustos, aberraciones, fantasías y deseos. Las más ocultas y las más inicuas son las más poderosas. Por ellas, de algún modo, transitan ciertos amores turbulentos. No hay un solo amor, hay amores, no existe un solo olvido, existen olvidos. El atroz estigma que desciende contra la esquiva, inasible y hostil imagen de la amada que nos dejó (traición y regocijo único, el placer inexpresable –erotismo extremo- de la huida clandestina). Poesía, poetas. La poesía es lo que queda y nos levanta, el juicio de la lejanía. Y nuevamente, una verdad paulatina, creciente y perpetua: poesía, urgencia de lo ignorado. “Tú, solo Tú en los desvaneceres/ últimos de la llama de este candil de barro./ … Tú, la pluma ligera y la brizna volátil/ y el copo de sol ebrio en el pinar de asombro,/ mientras una caricia húmeda como un dátil,/ se resbala en la piel de uva dulce de tu hombro…/ Tú, la alondra azorada sin olas y sin nombre/ que enciendes dos luciérnagas en tus pezones rubios…”. Gonzalo Escudero. Aunque después de ese resplandor, torna la perpetua luz lóbrega del tiempo que sigue y pasa, esculpiendo el olvido.

Mil figuraciones del amor que convergen al mismo doliente y jubiloso final: amor y muerte. Las únicas paralelas que se juntan son las humanas. Desde que nacemos algo hemos de amar. Amamos en presente y en ausencia. Amamos el sosiego que nos transmite un vientre núbil, como de la luna nueva o de sonaja recién fundida. Amamos un árbol. La zarandeada cometa de nuestra infancia. El violín en el que amaba nuestro padre. Una mano de mujer atada a la de otro hombre … Los diferentes motivos que se nutren con nuestro amor nos dan la cautela necesaria para no ceder a este los atributos de aquellos. Aunque al final solo queda el sueño. Sueño de ser, vivir, amar, morir. Ensueño de soñar lo que será. Tomás de Aquino trató de enseñar que amor y odio son dos núcleos de lo concupiscible. El amor es deseo de algo bueno en cuanto bueno, dijo, el odio una repulsión de lo malo en cuanto tal. A eso va en buen romance el santo. Velada intención de prohibir. Ánimo de confinar el amor. No existe interdicción alguna para el amor, pues anda más fecundo en su frágil, efímera naturaleza que este. De la infinitamente humana incertidumbre comenzó la inasequible creencia del amor, comenta desde su ácido humor depresivo Cioran.

Pero, ¿cuál es entonces la inmanente materia del amor sino compasión? Ortega y Gasset mantiene que el hombre es primordialmente amor resuelto en los demás. En sus zonas más secretas y ásperas, en nuestras oquedades –donde subyacen la maledicencia o el orgullo más insensato-, hay amor. ¿Será verdad tanta belleza? Quizás aquella secta religiosa que Bataille quiso fundar pueda arrojarnos alguna luz sobre tema tan escabroso. Fascinado por el sacrificio humano creó la Acéphale (descabezado), pero al ceremonia inaugural suponía que alguien decapitara a su símbolo. Roger Callois fue el encargado . Se negó a decapitar al hombre a quien habían vendado sus ojos y que estaba dispuesto al sacrificio. ¿El hombre es capaz de morir pero no de matar? Que respondan los reyes delas guerras.

¿Puede el hombre saber si es amado o se conforma con amar él, solo él, con tal de no sentirse en soledad absoluta y urde en su memoria la ilusión de sus amores? “Bienvenido aquel que sin fijarse en mis ramas ni en mis frutos llegue a mí solo pro amor, por ansia de tenerme y de mirarme con enamorada rabia”, proclamó Miguel Hernández. Sueño de tierra somos. Reclamante entraña de arcilla. Gimiente y alborozado légamo. Se ha comparado la poesía con la mística, el erotismo y la sensualidad, pero las divergencias que hay entre ellas son grandes. La más fuerte: la significación o, para expresarlo de otra manera, el objeto o fin de la poesía. Es decir, aquello que el poeta nombra. La vivencia mística (vale aclarar que en esta incluyo las cofradías ateas, el budismo y sus corrientes, así como las creencias primitivas) alberga el elemento de n valor trascendental. En cambio, el ejercicio poético persigue sustancialmente el lenguaje. No importan razas (la ciencias actual está examinando a fondo la existencia de una sola), religiones, políticas, clases sociales, convicciones, el poeta nombra a las palabras, y, si se quiere, de manea tangencial y elusiva los objetos que estas señalan. En la poesía el sentido está imbricado a la palabra, es, por sobre todo: Palabra. En el discurso religioso, científico, filosófico, político… el sentido está más allá del lenguaje…

*Fragmento del discurso “Palabra y Arte” de incorporación del Dr. Marco Antonio Rodríguez como Miembro de Número a la Academia Ecuatoriana de la Lengua, la institución cultural más antigua y con mayor prestigio del país. La ceremonia se cumplió el miércoles 18 de julio de 2012.

Marco Antonio Rodríguez fue miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua desde 1998, y pasó a ocupar el sillón C de Jorge Salvador Lara por una resolución del directorio de la institución, esto en reconocimiento por su aporte a la cultura ecuatoriana e hispanoamericana y sobre todo al idioma.

• Doctor en Jurisprudencia, el escritor Marco Antonio Rodríguez ostenta también un doctorado en Filosofía y Letras y máster en Ciencias Políticas. Ha publicado Cuentos del Rincón, Historia de un intruso, Premio al mejor libro de habla hispana, Feria Internacional del Libro, Leipzig, Alemania, 1977; Un delfín y la luna, Premio Podestá, México, 1986; Jaula, 1992, los tres últimos con varios premios nacionales, traducidos a varios idiomas y considerados por la crítica nuevos clásicos de la literatura ecuatoriana y latinoamericana.

• En ensayo sus obras más representativas son: Palabra e Imagen, cuatro volúmenes sobre artistas plásticos ecuatorianos, Grandes del siglo XX (dos ediciones), Poetas nuestros de cada vida, doce ensayos sobre poetas ecuatorianos; Palabra de pintores Artistas de América (I); Palabra de Pintores Artistas del Ecuador (II); entre otras obras.

• Este 9 de agosto termina su mandato  como Presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana.

Nota del Director: La Academia Ecuatoriana tiene ciento treinta y ocho años de existencia, desde su fundación en 1874, pues es la segunda academia fundada en América, luego de la Academia Colombiana de la Lengua en 1871.

2012 EcuadorUniversitario.Com

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